Coincido con el Sumo Pontífice, Benedicto XVI, en cuanto a su afirmación, expresada días antes del Cónclave, de que, en la actualidad, vivimos bajo “la dictadura del relativismo”.
A algunos, mejor dicho, a muchos, puede parecerles tal afirmación, y, en mi caso, adhesión, sumamente contradictoria, sin embargo, si se profundiza en la idea, la contradicción cae del otro lado de la trinchera.
Así, resulta, ciertamente, contradictorio, aunque más bien habría que utilizar el término hipócrita, que aquéllos que defienden la tesis liberal (que como, ya en su día, expuse, otorga a la verdad la virtud de la mutabilidad, justificando que ésta cambia en función de las circunstancias de tiempo y lugar; lo cual, por definición, es, ciertamente, contradictorio, porque, entonces, en puridad, no estaríamos hablando de la Verdad, sino de “verdades “) sientan el más profundo desprecio por aquéllos que, como yo, no comulgamos con los cambios que, sucesivamente, nos proponen y que, en el fondo, lo único que evidencian es una falta absoluta de punto, cierto, de apoyo.
Solapando no se sabe qué intenciones, proponen, y sucesivamente, continuos alardes retóricos, con el fin de alcanzar, no se todavía qué fin, y mejorar, no sé en qué medida, lo que ellos llaman sociedad moderna.
Se ignora, reiterada e intencionadamente, que la sociedad, por definición, se corresponde, necesariamente, con una estructura, más o menos, artificiosa que, al menos, en parte, se sustenta en la ley natural.
Ignorar este punto de partida, es negar, por si mismo, el carácter social del ser humano.
Sin ese punto de apoyo, cualquier planteamiento político-social carece de fundamento filosófico, degenerando, tal y como se evidencia en la actualidad, en un “no sé qué para qué”.
Ciertamente, no se puede negar que, a lo largo de la historia de la Humanidad, ha habido modelos de estructura social que divergían, en cierta medida, de lo comúnmente aceptado desde el principio de los tiempos.
Sin embargo, tales modelos fueron, en todo caso, y algunos aún siguen siéndolo, una excepción.
La regla general se sustentaba en una serie de axiomas, valores, que, si bien eran matizables según la zona geográfica y cultural, sin embargo tenían una interminable sucesión de concurrencias que, más que accidentes, necesariamente, habría que definirlas como razonables y naturales coincidencias.
La única explicación que, en su momento, podía tener tal realidad era la existencia de una especie de ley natural que, constante en todo ser humano, garantizaba que, todas las civilizaciones, compartían, al menos, unos presupuestos insoslayables que garantizaban su constitución y ulterior desarrollo.
Sólo cuando parte de tales presupuestos, comúnmente aceptados, eran derribados o, al menos, puestos en duda, es cuando se producía el colapso de una civilización y la ulterior caída de un Imperio.
Con el advenimiento del imperio de la razón, ésta se convierte, más que en instrumento del conocimiento, en idolatría del individuo, el cual, ajeno a toda humildad, se convertía en único señor de sus ideas.
Y tal idolatría llevó a que ingentes masas de borregos siguiesen al iluminado de turno, renunciando a su propio yo, en consonancia o justa proporción a la adoración que sentían por el “imbécil” que les tocó en suerte, según el momento histórico vivido.
Pero, he aquí la primera contradicción.
¿Y la razón, qué papel juega?.
Y surge, entonces, una serie interminable y cansina de “intelectuales”, “libre pensadores”, que proponen una sempiterna cadena de alternativas político-sociales que alcanza su cenit con una de las más estúpidas propuestas filosóficas, cual es el materialismo dialéctico.
Y cuando los planteamientos socializantes, sean del signo que sea, entran en crisis, surgen, como propuestas revolucionarias, como surgidas de la nada, aunque, en realidad, ya habían sido perfectamente configuradas y planificadas, las tesis individualistas.
Y entonces, se entremezclan tesis, antítesis y síntesis, propuestas socializantes e individualistas, formando una especie de sincretismo que carece de la más mínima lógica y que, sin embargo, es comúnmente aceptado (al menos, así lo afirman), tal vez, porque no hay nada más que proponer, tal vez, sencillamente, por que es la tesis más cómoda.
Y hoy, cuando el mundo tiene acceso a “todo” conocimiento, es, precisamente, cuando el individuo, la inmensa masa de los mortales, alcanza el cenit de la más absoluta ignorancia.
Curiosa paradoja, pero, ciertamente, tiene una palmaria explicación.
No hay mayor halago que reconocerle al individuo que es el único dueño y señor de su existencia.
Entonces, como resortes, se alzan las voces que, incasablemente, se autoafirman en tal aserto, ignorando que, precisamente, la autoafirmación es el síntoma más claro de la debilidad.
Apelando a las conciencias, al libre albedrío, satisfacen el ego de aquél que, precisamente, es lo que quiere escuchar.
Y entonces, lo que antes no valía, lo que, incluso, llegó a ser considerado como un horrendo crimen, ahora, por arte de magia, se justifica, única y exclusivamente, en aras de la libertad individual
La libertad de conciencia, la libertad de expresión, el libre desarrollo de la personalidad, y una serie interminable de grandilocuentes principios y dogmas (que también los tienen) convierten a la sociedad actual en un derroche de derechos que, curiosamente, trastocan el esquema social cuando colisionan (muy frecuentemente) con los derechos de los demás.
Y, entonces, surgen las discusiones jurídicas.
Discusiones, ciertamente, bizantinas, por no incidir en el hecho que, en ocasiones, rozan el ridículo.
Pero, ¿y los deberes?.
Y, en definitiva, ¿la responsabilidad?.
La responsabilidad es un concepto, curiosamente, diluido.
En principio, y desde el punto de vista jurídico, parece que existe un claro concepto de la responsabilidad, el problema surge cuando pretendemos aplicar la casuística.
Entonces nos asaltan las dudas.
En definitiva: de tanto exaltar la grandeza de la libertad individual (obviamente, me refiero a la mal entendida libertad), se han olvidado de establecer, de manera clara y concluyente, los parámetros sobre los que ésta habrá de actuar.
Y cuando digo que se han olvidado, obviamente, estoy utilizando un eufemismo, porque, en realidad, el olvido es, más bien, intencionado.
A nadie interesa descollar deberes, sólo vende, sólo es rentable, política y socialmente hablando, el reconocimiento de derechos y, sobretodo, de “libertades”.
Y, así, llegamos a la situación actual.
Y nos encontramos con un curioso panorama.
Se habla de Estado, pero, curiosamente, no existe coincidencia de qué tipo de Estado estamos hablando.
Se habla de Nación, pero, curiosamente, existen diferentes conceptos, en función del pie con el que uno se levanta por la mañana.
Se habla de Patria, pero ¡ojo!, no confundamos a la gente, cuando hablamos de patria no hablamos de Patria.
Se habla de Familia, pero, en principio, había que matizar qué ha de entenderse por familia.
Se habla de Estado de Derecho, pero ¡cuidado con las consecuencias jurídicas que deriven de la aplicación de las Leyes!.
Se habla del respeto a los derechos individuales e, incluso, a los deberes, pero, en fin, primero hay que matizar qué ha de entenderse por deberes y, en todo caso, hasta dónde alcanzan éstos.
Se habla del respeto a la libertad individual, pero Dios te libre de criticar al Sistema.
Se habla de libertad de conciencia, aunque, tal vez, en ciertos casos, habría que ampliar dicho concepto (pues el término conciencia no deja de ser algo abstracto) al efecto que el ejercicio de tal libertad implica en el ámbito o esfera en la que me muevo.
Se habla del respeto a la vida, pero, claro, entonces habría que matizar qué ha de entenderse por vida y, más concretamente, vida humana.
Se habla del derecho a la libertad de culto, a la libertad religiosa, pero, evidentemente, esto no hay que entenderlo en el sentido de uno pueda manifestar, más o menos, públicamente, su credo, pues, tal vez, sea mal visto, en el sentido de ofender al que practica otro credo y, sobretodo, a aquél que “no tiene porqué escuchar o ver ciertas manifestaciones que, en el fondo, no dejan de ser ofensivas en una sociedad “laica”.
En fin, podríamos seguir y seguir ….
Tal estado de las cosas, señores, ha provocado lo que yo llamo una auténtica y grave “crisis del orden social”.
Y no olvidemos que, precisamente, cuando hablamos de orden social, lo hacemos en el sentido estricto de la palabra.
Lo digo, porque toda sociedad, si aspira a funcionar, necesariamente, debe partir del presupuesto de la existencia de un orden.
Un orden, en todo caso, que no debe ser objeto de especulación.
Un orden social que puede definirse como la interrelación de actividades humanas que, incardinadas en una estructura social, más o menos, reglada, debe tener como fundamento o sustrato un conjunto de valores y principios que, en todo caso, deben reflejarse en su ordenamiento jurídico, el cual debe materializarse en el ordenado funcionamiento de la sociedad a la que sirve.
Toda norma debe, necesariamente, regular la sociedad a la que sirve, pero, en todo caso, encaminar su espíritu, en base a unos principios y valores determinados, al bienestar social.
Y dicho bienestar social debe tener como uno de sus principales referentes la defensa o garantía del ejercicio de los derechos fundamentales de todo ciudadano y con especial protección de los más débiles.
Paralelamente, deben definirse, regularse y protegerse los estratos y estamentos que sustentan la estructura social y política.
Así, debe clarificarse qué ha de entenderse por Nación, Estado, individuo, familia y las relaciones jurídicas y sociales que deben regir el ámbito laboral y demás estamentos y estratos del organigrama social.
Si no dejamos claro el concepto de Nación y Patria, es comprensible que existan movimientos que pretendan degenerar dichos términos, atrayendo para sí o atribuyéndose “conceptos”, algunos, ciertamente, peculiares, en beneficio de sus propios intereses sociales y políticos y, sobretodo, económicos.
Es necesario, asimismo, dejar clara la diferencia conceptual, histórica y afectiva que debe, insoslayablemente, existir entre Patria o Nación y Estado, debiendo circunscribirse éste a un “.. mero soporte organizativo que no puede suponer más que un cuerpo estructurado que, por su propia dinámica, puede ser igualmente compartido por otras Naciones….”.
En definitiva: El Estado debe articularse teniendo en cuenta las especiales características de la Patria a la que sirve, no siendo recomendable que deba seguir esquemas político-organizativos que, tal vez, puedan servir para otro tipo de sociedad o cultura pero, sin embargo, no esté recomendado para nuestra especial trayectoria histórico, política, social y cultural.
El Estado, asimismo, debe ser el máximo exponente o garante de estabilidad, orden y autoridad, con el fin de garantizar, fundamentalmente, los derechos de los más débiles, la exacta delimitación y, fundamentalmente, perfecta complementación de derechos y deberes fundamentales, así como una peculiar estructura organizativa que sirva al nacional y a su perfecto desarrollo personal, político, cultural y social.
Y, tal vez, aquí viene el meollo de la cuestión.
En definitiva: ¿Qué ha de entenderse por el perfecto desarrollo personal, político, cultural y social?.
Y, necesariamente, tenemos que retomar las palabras del Santo Padre, Benedicto XVI, en cuanto al hecho o afirmación innegable de que vivimos bajo la “dictadura del relativismo”.
Así, conviene hacer una mínima referencia a la abismal diferencia de lo que “debe ser” una sociedad, y lo que, por desgracia, es hoy en realidad.
1.- Ser humano:
Ente único e insustituible, que ha de gozar, por su propia naturaleza, y por derecho natural y divino, de una serie de derechos de carácter inalienable, irrenunciable e indisponible.
En esto, teóricamente, coinciden todas las tendencias políticas del actual marco; sin embargo, el problema viene cuando descendemos a la realidad, a la casuística.
Y, entonces, empiezan las matizaciones, los relativismos.
Baste, a título de ejemplo, el aborto y la eutanasia.
Por derecho natural, y con independencia del concepto jurídico de persona, el ser humano se constituye desde el mismo instante de la concepción y hasta su muerte natural o biológica.
Cualquier acción u omisión intencionada que altere dicho orden natural, es contraria, en puridad, al derecho natural y, por ende, divino.
El Estado, si quiere garantizar, de verdad, la integridad de todo ser humano, debe partir del presupuesto y, por ende, debe garantizar jurídicamente, que todo ser humano, por el hecho de serlo, debe gozar del derecho inalienable, irrenunciable e indisponible a vivir.
Sólo, pues, la muerte natural, puede, en puridad, truncar tal goce, pues entra dentro del designio de Dios y, por lo tanto, del derecho natural.
Excepcionalmente, el Estado, y sólo el Estado, puede, en defensa de un bien superior, limitar el curso natural del proceso.
Lo que hay que, en todo caso, dejar claro es que ningún individuo, por su misma condición que otro, puede anular dicho derecho que, en todo caso, es, intrínsecamente, igual que el suyo y, por ende, está interrelacionado en justa y recíproca proporción.
Desde el mismo instante de la concepción, existe vida humana independiente, dotada de alma y, aunque en un primigenio estadio, de cuerpo.
El derecho, inalienable, asimismo, al libre desarrollo intelectual y físico, alcanza, por supuesto, al concebido y no nacido, “nasciturus”, con lo cual, nadie, de su misma condición, puede alterar el curso natural de su desarrollo y existencia.
Cualquier ataque a dicho ser, precisamente, el más indefenso, es un horrendo crimen que, considero, no tiene parangón, ni siquiera cuando hacemos referencia a los campos de exterminio nazis.
La despenalización del aborto, ha provocado el primer desorden grave, que, necesariamente, arrastra a toda medida ulterior, pues deslegitima no sólo a los que han tomado, en su día, la decisión, sino, asimismo, a los que, sucediéndoles de manera natural, han mantenido y mantienen tan injusta y horrenda decisión.
Por lo tanto, cualquier gobernante, desde la aprobación de la legislación despenalizadota del aborto, hasta el día de hoy, carece de legitimidad para, no sólo invocar, sino tan siquiera alzar su voz, en defensa de cualquier derecho más o menos humano.
Hoy, asimismo, como una fase más en el proceso degenerativo y deshumanizado, se pretende reconocer el derecho a lo que se llama “muerte digna”, ignorando que no hay más dignidad que la del hombre que acepta su propio destino, pero con la cabeza bien erguida.
Lo demás, es puro acto de cobardía que no merece más que el desprecio.
Cuando un solo hombre, tan sólo uno, en idénticas condiciones que otro, opta por luchar, a pesar del oscuro porvenir que se le presenta, ya no existe justificación para el abandono, para, en definitiva, la cobardía.
La alternativa, señores, no es la eutanasia; sino que el Estado dote de aquéllos medios humanos y materiales para garantizar una “vida digna” a todo ser humano que, por una u otra razón, se encuentra en un estadio de su vida postrado en la cama sin atisbar una solución a su problema.
2.- Familia:
La familia, como germen existencial de toda sociedad, es el especial y único referente que ha de definir la ulterior configuración político-social de cualquier sistema justo que se precie.
La familia, como proyecto social primigenio, en el que el individuo empieza a tomar referencia de su entorno, debe garantizarse, sin ningún tipo de excepción, pues de su estabilidad depende la formación inicial del individuo y su ulterior desarrollo existencial.
Si no es así, es inútil definir y configurar cualquier modelo de sociedad pues cae por su propia base natural.
Pero, para ello, hay que partir del presupuesto de qué ha de entenderse por familia y, por supuesto, qué relación jurídica debe ligar a sus fundadores.
Carece de sentido que, basándose en unos supuestos derechos individuales, se pretenda asimilar a tal concepto a meras relaciones, más o menos, afectivas que, en modo alguno, pueden tener por finalidad el cumplimiento de uno de los fines básicos y justificativos de la existencia del matrimonio, cual es la procreación.
Se argumenta, frente a esto, que las personas del mismo sexo, como ciudadanos a los que se les atribuye una serie de derechos fundamentales, deben gozar de los mismos que se les otorga a otros ciudadanos que, obviamente, como tales son de idéntica condición jurídica.
Sin embargo, cuando se aducen tales argumentos se cae en un grave error de base, y es pretender equiparar derechos, cuando se parte de presupuestos diferentes.
Aa saber:
El matrimonio, como fenómeno antropológico, nace como consecuencia de la estrecha interrelación de sexos.
Así, desde tiempos inmemoriales, ciertos ritos son incardinados en el comportamiento social de una comunidad, con el fin de otorgar relevancia, primero, social o comunal a la pareja que, públicamente, acepta un compromiso, y segundo, jurídica, con la sucesiva regulación de derechos y deberes propios de la institución.
En consecuencia, la pretendida opción matrimonial homosexual, carece de fundamento antropológico e histórico.
El matrimonio, como fenómeno social, viene a garantizar la estabilidad de una relación con el fin de asegurar la generación de nuevos miembros de la sociedad, asegurando, además, que en los primeros estadios de su desarrollo, el ser humano tiene garantizada, amén de sus necesidades vitales, su adecuada formación intelectual, social y moral, sin perjuicio de que, progresivamente, la sociedad, a través del Estado, garantice su perfecta y más completa formación, con el fin de servir, en su día, de la mejor manera posible, a la sociedad en la que está incardinado.
La adopción, como institución jurídica, tiene por finalidad procurar al menor, potencialmente, adoptable, la garantía de una estabilidad familiar y afectiva, debiéndose, en todo caso, tener como única guía el interés supremo del menor.
Por lo tanto, la permisividad de que parejas del mismo sexo puedan acceder a la adopción, es una aberración, pues conculca el más sagrado interés expuesto.
Si bien es cierto que el Estado no debe inmiscuirse en el ámbito privado, no es menos cierto que cuando el comportamiento privado trasciende dicha esfera debe ajustarse el mejor orden social, pues sólo así se garantizaría la perfecta armonía social.
La aprobación de Leyes que facilitan la destrucción familiar sólo permite esperar, tal y como el tiempo se encarga, recalcitrantemente, de demostrar, que la sociedad está avocada al fracaso, con lo que el desorden social y familiar, en el que descuellan como principales víctimas los infantes, está garantizado.
Asimismo, la “invención” de sucesivas tesis psicológicas o sociológicas, que pretenden adecuar la vida familiar, la relación entre padres e hijos, a una pretendida sociedad moderna, sólo han provocado, con el paso del tiempo, mayor número de conflictos inter generacionales, que han provocado la destrucción de la institución de la familia.
Como en toda organización social, la familia, como estadio primigenio, debe servir de ejemplo y guía para el menor, y garantizar que el orden, la disciplina y el respeto sean su ejemplo de vida a seguir.
Es lógico que se pretenda dulcificar las relaciones paterno-filiales, pero sin olvidar el respeto que los hijos deben tener a sus progenitores y, en todo caso, el amor que debe reinar en toda unidad familiar.
3.- Las relaciones laborales y económicas:
Con el fracaso del sistema marxista, deviene, como único horizonte, el sistema liberal proclamado por la Revolución Francesa.
La proclamación de los “pilares fundamentales de la gran falacia”, “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, trajo consigo una alteración sustancial del orden natural del trabajo, la producción y el mercado.
Si bien, originalmente, el trabajo se entendía como un mero acto de supervivencia o de satisfacción de las necesidades más perentorias, más adelante, con la elaboración de instrumentos y con la consiguiente apropiación o propiedad del medio necesario para satisfacer dichas necesidades, el hombre alcanza el sentido social de la propiedad, extendiéndose, ulteriormente, al resultado de la producción en si o producto.
Con el advenimiento del mercado, ya en su estadio primitivo (trueque), como en su estadio más avanzado (cambio de producto por dinero o compraventa “in estricto sensu”), al alcanzarse cierto grado de comodidades, se desnaturaliza el proceso, provocando efectos, ciertamente, poco deseables.
Así:
- Por un lado, surge el capital como objeto de propiedad.
- Por otro, el mercado o intercambio ya no se hace con la única finalidad de adquirir bienes necesarios para la supervivencia, sino que se transforma, poco a poco, en un consumo suntuario que satisface, en mayor o menor medida, la vanidad del hombre.
- Surgen, entonces, las desigualdades sociales, creándose, además, una ingente masa de desposeídos, y un reducido grupo de privilegiados.
Con la Revolución liberal, se “consagra” e “institucionaliza” tal mecanismo erróneo, lo que, necesariamente, provoca, con el advenimiento de la era industrial, que las desigualdades sociales se hacen, si cabe, más patentes.
Surgen, entonces, tesis que pretenden solucionar tal abismo económico, pero que, en modo alguno, solucionan el problema, porque, en realidad, en el fondo, sólo sustituyen al titular del capital en beneficio del Estado.
Hoy, con el consenso existente, incluso entre organizaciones, supuestamente, “revolucionarias”, se ha aceptado, con mayor o menor agrado, la tesis de la Revolución Francesa, aunque, eso sí, matizada en algunos aspectos.
Un claro ejemplo lo tenemos en nuestra vigente Constitución de 1.978 y, sobretodo, en la reciente Constitución Europea.
Y tal panorama, que sólo tiene como excepción a grupos marginales extremistas, más preocupados por radicalismos nacionalistas que, puramente, económicos, supone una quiebra de las relaciones económicas y laborales, agravada, más si cabe, por el hecho de el que sindicalismo actual, con plena aceptación y sumisión a las reglas del juego, se convierta en, puramente, reivindicativo, aunque respetando los límites fijados por el capital.
Frente a dicha tesis, ciertamente, claudicante, es menester alzar la propuesta de una revolución económica integral.
El actual sistema que, en el fondo, se parece mucho a la situación económica vivida durante los años treinta, no plantea alternativas a las relaciones económicas.
El problema, señores sindicalistas, no es que existan contratos basura o contratos temporales, aunque, ciertamente, es preocupante, sino que el problema es mucho más profundo.
Se trata, en realidad, del Sistema en si como problema.
No puede pedirse al sistema capitalista que adopten criterios socializadores, porque, para empezar, no es su función.
Como tampoco se puede pedir a los sistemas marxistas que acepten el libre juego de la oferta y la demanda, porque, al final, caerán por su propio peso.
Sólo una alternativa revolucionaria, realmente revolucionaria, que destierre los viejos axiomas de ambos sistemas caducos, puede, ciertamente, ser la esperanza económica para España y, después, el mundo.
Pero, obviamente, tal alternativa, bajo ningún concepto puede coexistir con ningún sistema ya conocido, porque, de lo contrario, sería un rotundo fracaso.
Si alguna vez se pretendió implantar el sistema, por ejemplo, de cooperativas, al final degeneró, en la mayoría de los casos, por no decir en todos, en un auténtico desastre.
Y la explicación es bien sencilla: La coexistencia de sistemas divergentes se repelen como polos opuestos.
No puede, pues, pretenderse que coexistan, por ejemplo, un sistema económico liberal con un sistema en el que los trabajadores sean dueños de su propio destino, propietarios y únicos titulares de los medios de producción, ya que, al final, el pez grande se come al chico.
Sólo mediante la revolución económica puede lograrse el éxito de la apuesta.
Algunos me dirán: eso es ilusorio.
Y yo les respondo: más ilusorio es alcanzar la justicia social y laboral dentro del vigente sistema. A salvo, obviamente, y eso es lo que me temo, que tanto los políticos de turno, como los sindicalistas que salen en la foto, pretendan, en realidad, engañar el trabajador.
Cuando el capital está en manos de una minoría (y no voy a entrar si de bancos o particulares o sociedades más o menos secretas), poco o nada puede conseguirse, a salvo seguir las reglas de juego que, en el fondo, fija el capital.
Lo demás, es puro cuento, pura sandez.
Sólo, pues, un sistema que encarne por si mismo el ideal de Justicia Social, puede garantizar el libre juego de los factores determinantes para alcanzar dicho ideal.
Pero para que las relaciones económicas y laborales se encuentren en igualdad de condiciones, necesariamente, habrá que partir del presupuesto de que los productores (hoy llamados empresarios y trabajadores) habrán de alcanzar una identidad sustancial.
Y dicha identidad sustancial, con independencia del grado de participación y responsabilidad en la empresa, debe servir de trampolín para configurar un nuevo orden económico y, por ende, laboral.
A algunos, mejor dicho, a muchos, puede parecerles tal afirmación, y, en mi caso, adhesión, sumamente contradictoria, sin embargo, si se profundiza en la idea, la contradicción cae del otro lado de la trinchera.
Así, resulta, ciertamente, contradictorio, aunque más bien habría que utilizar el término hipócrita, que aquéllos que defienden la tesis liberal (que como, ya en su día, expuse, otorga a la verdad la virtud de la mutabilidad, justificando que ésta cambia en función de las circunstancias de tiempo y lugar; lo cual, por definición, es, ciertamente, contradictorio, porque, entonces, en puridad, no estaríamos hablando de la Verdad, sino de “verdades “) sientan el más profundo desprecio por aquéllos que, como yo, no comulgamos con los cambios que, sucesivamente, nos proponen y que, en el fondo, lo único que evidencian es una falta absoluta de punto, cierto, de apoyo.
Solapando no se sabe qué intenciones, proponen, y sucesivamente, continuos alardes retóricos, con el fin de alcanzar, no se todavía qué fin, y mejorar, no sé en qué medida, lo que ellos llaman sociedad moderna.
Se ignora, reiterada e intencionadamente, que la sociedad, por definición, se corresponde, necesariamente, con una estructura, más o menos, artificiosa que, al menos, en parte, se sustenta en la ley natural.
Ignorar este punto de partida, es negar, por si mismo, el carácter social del ser humano.
Sin ese punto de apoyo, cualquier planteamiento político-social carece de fundamento filosófico, degenerando, tal y como se evidencia en la actualidad, en un “no sé qué para qué”.
Ciertamente, no se puede negar que, a lo largo de la historia de la Humanidad, ha habido modelos de estructura social que divergían, en cierta medida, de lo comúnmente aceptado desde el principio de los tiempos.
Sin embargo, tales modelos fueron, en todo caso, y algunos aún siguen siéndolo, una excepción.
La regla general se sustentaba en una serie de axiomas, valores, que, si bien eran matizables según la zona geográfica y cultural, sin embargo tenían una interminable sucesión de concurrencias que, más que accidentes, necesariamente, habría que definirlas como razonables y naturales coincidencias.
La única explicación que, en su momento, podía tener tal realidad era la existencia de una especie de ley natural que, constante en todo ser humano, garantizaba que, todas las civilizaciones, compartían, al menos, unos presupuestos insoslayables que garantizaban su constitución y ulterior desarrollo.
Sólo cuando parte de tales presupuestos, comúnmente aceptados, eran derribados o, al menos, puestos en duda, es cuando se producía el colapso de una civilización y la ulterior caída de un Imperio.
Con el advenimiento del imperio de la razón, ésta se convierte, más que en instrumento del conocimiento, en idolatría del individuo, el cual, ajeno a toda humildad, se convertía en único señor de sus ideas.
Y tal idolatría llevó a que ingentes masas de borregos siguiesen al iluminado de turno, renunciando a su propio yo, en consonancia o justa proporción a la adoración que sentían por el “imbécil” que les tocó en suerte, según el momento histórico vivido.
Pero, he aquí la primera contradicción.
¿Y la razón, qué papel juega?.
Y surge, entonces, una serie interminable y cansina de “intelectuales”, “libre pensadores”, que proponen una sempiterna cadena de alternativas político-sociales que alcanza su cenit con una de las más estúpidas propuestas filosóficas, cual es el materialismo dialéctico.
Y cuando los planteamientos socializantes, sean del signo que sea, entran en crisis, surgen, como propuestas revolucionarias, como surgidas de la nada, aunque, en realidad, ya habían sido perfectamente configuradas y planificadas, las tesis individualistas.
Y entonces, se entremezclan tesis, antítesis y síntesis, propuestas socializantes e individualistas, formando una especie de sincretismo que carece de la más mínima lógica y que, sin embargo, es comúnmente aceptado (al menos, así lo afirman), tal vez, porque no hay nada más que proponer, tal vez, sencillamente, por que es la tesis más cómoda.
Y hoy, cuando el mundo tiene acceso a “todo” conocimiento, es, precisamente, cuando el individuo, la inmensa masa de los mortales, alcanza el cenit de la más absoluta ignorancia.
Curiosa paradoja, pero, ciertamente, tiene una palmaria explicación.
No hay mayor halago que reconocerle al individuo que es el único dueño y señor de su existencia.
Entonces, como resortes, se alzan las voces que, incasablemente, se autoafirman en tal aserto, ignorando que, precisamente, la autoafirmación es el síntoma más claro de la debilidad.
Apelando a las conciencias, al libre albedrío, satisfacen el ego de aquél que, precisamente, es lo que quiere escuchar.
Y entonces, lo que antes no valía, lo que, incluso, llegó a ser considerado como un horrendo crimen, ahora, por arte de magia, se justifica, única y exclusivamente, en aras de la libertad individual
La libertad de conciencia, la libertad de expresión, el libre desarrollo de la personalidad, y una serie interminable de grandilocuentes principios y dogmas (que también los tienen) convierten a la sociedad actual en un derroche de derechos que, curiosamente, trastocan el esquema social cuando colisionan (muy frecuentemente) con los derechos de los demás.
Y, entonces, surgen las discusiones jurídicas.
Discusiones, ciertamente, bizantinas, por no incidir en el hecho que, en ocasiones, rozan el ridículo.
Pero, ¿y los deberes?.
Y, en definitiva, ¿la responsabilidad?.
La responsabilidad es un concepto, curiosamente, diluido.
En principio, y desde el punto de vista jurídico, parece que existe un claro concepto de la responsabilidad, el problema surge cuando pretendemos aplicar la casuística.
Entonces nos asaltan las dudas.
En definitiva: de tanto exaltar la grandeza de la libertad individual (obviamente, me refiero a la mal entendida libertad), se han olvidado de establecer, de manera clara y concluyente, los parámetros sobre los que ésta habrá de actuar.
Y cuando digo que se han olvidado, obviamente, estoy utilizando un eufemismo, porque, en realidad, el olvido es, más bien, intencionado.
A nadie interesa descollar deberes, sólo vende, sólo es rentable, política y socialmente hablando, el reconocimiento de derechos y, sobretodo, de “libertades”.
Y, así, llegamos a la situación actual.
Y nos encontramos con un curioso panorama.
Se habla de Estado, pero, curiosamente, no existe coincidencia de qué tipo de Estado estamos hablando.
Se habla de Nación, pero, curiosamente, existen diferentes conceptos, en función del pie con el que uno se levanta por la mañana.
Se habla de Patria, pero ¡ojo!, no confundamos a la gente, cuando hablamos de patria no hablamos de Patria.
Se habla de Familia, pero, en principio, había que matizar qué ha de entenderse por familia.
Se habla de Estado de Derecho, pero ¡cuidado con las consecuencias jurídicas que deriven de la aplicación de las Leyes!.
Se habla del respeto a los derechos individuales e, incluso, a los deberes, pero, en fin, primero hay que matizar qué ha de entenderse por deberes y, en todo caso, hasta dónde alcanzan éstos.
Se habla del respeto a la libertad individual, pero Dios te libre de criticar al Sistema.
Se habla de libertad de conciencia, aunque, tal vez, en ciertos casos, habría que ampliar dicho concepto (pues el término conciencia no deja de ser algo abstracto) al efecto que el ejercicio de tal libertad implica en el ámbito o esfera en la que me muevo.
Se habla del respeto a la vida, pero, claro, entonces habría que matizar qué ha de entenderse por vida y, más concretamente, vida humana.
Se habla del derecho a la libertad de culto, a la libertad religiosa, pero, evidentemente, esto no hay que entenderlo en el sentido de uno pueda manifestar, más o menos, públicamente, su credo, pues, tal vez, sea mal visto, en el sentido de ofender al que practica otro credo y, sobretodo, a aquél que “no tiene porqué escuchar o ver ciertas manifestaciones que, en el fondo, no dejan de ser ofensivas en una sociedad “laica”.
En fin, podríamos seguir y seguir ….
Tal estado de las cosas, señores, ha provocado lo que yo llamo una auténtica y grave “crisis del orden social”.
Y no olvidemos que, precisamente, cuando hablamos de orden social, lo hacemos en el sentido estricto de la palabra.
Lo digo, porque toda sociedad, si aspira a funcionar, necesariamente, debe partir del presupuesto de la existencia de un orden.
Un orden, en todo caso, que no debe ser objeto de especulación.
Un orden social que puede definirse como la interrelación de actividades humanas que, incardinadas en una estructura social, más o menos, reglada, debe tener como fundamento o sustrato un conjunto de valores y principios que, en todo caso, deben reflejarse en su ordenamiento jurídico, el cual debe materializarse en el ordenado funcionamiento de la sociedad a la que sirve.
Toda norma debe, necesariamente, regular la sociedad a la que sirve, pero, en todo caso, encaminar su espíritu, en base a unos principios y valores determinados, al bienestar social.
Y dicho bienestar social debe tener como uno de sus principales referentes la defensa o garantía del ejercicio de los derechos fundamentales de todo ciudadano y con especial protección de los más débiles.
Paralelamente, deben definirse, regularse y protegerse los estratos y estamentos que sustentan la estructura social y política.
Así, debe clarificarse qué ha de entenderse por Nación, Estado, individuo, familia y las relaciones jurídicas y sociales que deben regir el ámbito laboral y demás estamentos y estratos del organigrama social.
Si no dejamos claro el concepto de Nación y Patria, es comprensible que existan movimientos que pretendan degenerar dichos términos, atrayendo para sí o atribuyéndose “conceptos”, algunos, ciertamente, peculiares, en beneficio de sus propios intereses sociales y políticos y, sobretodo, económicos.
Es necesario, asimismo, dejar clara la diferencia conceptual, histórica y afectiva que debe, insoslayablemente, existir entre Patria o Nación y Estado, debiendo circunscribirse éste a un “.. mero soporte organizativo que no puede suponer más que un cuerpo estructurado que, por su propia dinámica, puede ser igualmente compartido por otras Naciones….”.
En definitiva: El Estado debe articularse teniendo en cuenta las especiales características de la Patria a la que sirve, no siendo recomendable que deba seguir esquemas político-organizativos que, tal vez, puedan servir para otro tipo de sociedad o cultura pero, sin embargo, no esté recomendado para nuestra especial trayectoria histórico, política, social y cultural.
El Estado, asimismo, debe ser el máximo exponente o garante de estabilidad, orden y autoridad, con el fin de garantizar, fundamentalmente, los derechos de los más débiles, la exacta delimitación y, fundamentalmente, perfecta complementación de derechos y deberes fundamentales, así como una peculiar estructura organizativa que sirva al nacional y a su perfecto desarrollo personal, político, cultural y social.
Y, tal vez, aquí viene el meollo de la cuestión.
En definitiva: ¿Qué ha de entenderse por el perfecto desarrollo personal, político, cultural y social?.
Y, necesariamente, tenemos que retomar las palabras del Santo Padre, Benedicto XVI, en cuanto al hecho o afirmación innegable de que vivimos bajo la “dictadura del relativismo”.
Así, conviene hacer una mínima referencia a la abismal diferencia de lo que “debe ser” una sociedad, y lo que, por desgracia, es hoy en realidad.
1.- Ser humano:
Ente único e insustituible, que ha de gozar, por su propia naturaleza, y por derecho natural y divino, de una serie de derechos de carácter inalienable, irrenunciable e indisponible.
En esto, teóricamente, coinciden todas las tendencias políticas del actual marco; sin embargo, el problema viene cuando descendemos a la realidad, a la casuística.
Y, entonces, empiezan las matizaciones, los relativismos.
Baste, a título de ejemplo, el aborto y la eutanasia.
Por derecho natural, y con independencia del concepto jurídico de persona, el ser humano se constituye desde el mismo instante de la concepción y hasta su muerte natural o biológica.
Cualquier acción u omisión intencionada que altere dicho orden natural, es contraria, en puridad, al derecho natural y, por ende, divino.
El Estado, si quiere garantizar, de verdad, la integridad de todo ser humano, debe partir del presupuesto y, por ende, debe garantizar jurídicamente, que todo ser humano, por el hecho de serlo, debe gozar del derecho inalienable, irrenunciable e indisponible a vivir.
Sólo, pues, la muerte natural, puede, en puridad, truncar tal goce, pues entra dentro del designio de Dios y, por lo tanto, del derecho natural.
Excepcionalmente, el Estado, y sólo el Estado, puede, en defensa de un bien superior, limitar el curso natural del proceso.
Lo que hay que, en todo caso, dejar claro es que ningún individuo, por su misma condición que otro, puede anular dicho derecho que, en todo caso, es, intrínsecamente, igual que el suyo y, por ende, está interrelacionado en justa y recíproca proporción.
Desde el mismo instante de la concepción, existe vida humana independiente, dotada de alma y, aunque en un primigenio estadio, de cuerpo.
El derecho, inalienable, asimismo, al libre desarrollo intelectual y físico, alcanza, por supuesto, al concebido y no nacido, “nasciturus”, con lo cual, nadie, de su misma condición, puede alterar el curso natural de su desarrollo y existencia.
Cualquier ataque a dicho ser, precisamente, el más indefenso, es un horrendo crimen que, considero, no tiene parangón, ni siquiera cuando hacemos referencia a los campos de exterminio nazis.
La despenalización del aborto, ha provocado el primer desorden grave, que, necesariamente, arrastra a toda medida ulterior, pues deslegitima no sólo a los que han tomado, en su día, la decisión, sino, asimismo, a los que, sucediéndoles de manera natural, han mantenido y mantienen tan injusta y horrenda decisión.
Por lo tanto, cualquier gobernante, desde la aprobación de la legislación despenalizadota del aborto, hasta el día de hoy, carece de legitimidad para, no sólo invocar, sino tan siquiera alzar su voz, en defensa de cualquier derecho más o menos humano.
Hoy, asimismo, como una fase más en el proceso degenerativo y deshumanizado, se pretende reconocer el derecho a lo que se llama “muerte digna”, ignorando que no hay más dignidad que la del hombre que acepta su propio destino, pero con la cabeza bien erguida.
Lo demás, es puro acto de cobardía que no merece más que el desprecio.
Cuando un solo hombre, tan sólo uno, en idénticas condiciones que otro, opta por luchar, a pesar del oscuro porvenir que se le presenta, ya no existe justificación para el abandono, para, en definitiva, la cobardía.
La alternativa, señores, no es la eutanasia; sino que el Estado dote de aquéllos medios humanos y materiales para garantizar una “vida digna” a todo ser humano que, por una u otra razón, se encuentra en un estadio de su vida postrado en la cama sin atisbar una solución a su problema.
2.- Familia:
La familia, como germen existencial de toda sociedad, es el especial y único referente que ha de definir la ulterior configuración político-social de cualquier sistema justo que se precie.
La familia, como proyecto social primigenio, en el que el individuo empieza a tomar referencia de su entorno, debe garantizarse, sin ningún tipo de excepción, pues de su estabilidad depende la formación inicial del individuo y su ulterior desarrollo existencial.
Si no es así, es inútil definir y configurar cualquier modelo de sociedad pues cae por su propia base natural.
Pero, para ello, hay que partir del presupuesto de qué ha de entenderse por familia y, por supuesto, qué relación jurídica debe ligar a sus fundadores.
Carece de sentido que, basándose en unos supuestos derechos individuales, se pretenda asimilar a tal concepto a meras relaciones, más o menos, afectivas que, en modo alguno, pueden tener por finalidad el cumplimiento de uno de los fines básicos y justificativos de la existencia del matrimonio, cual es la procreación.
Se argumenta, frente a esto, que las personas del mismo sexo, como ciudadanos a los que se les atribuye una serie de derechos fundamentales, deben gozar de los mismos que se les otorga a otros ciudadanos que, obviamente, como tales son de idéntica condición jurídica.
Sin embargo, cuando se aducen tales argumentos se cae en un grave error de base, y es pretender equiparar derechos, cuando se parte de presupuestos diferentes.
Aa saber:
El matrimonio, como fenómeno antropológico, nace como consecuencia de la estrecha interrelación de sexos.
Así, desde tiempos inmemoriales, ciertos ritos son incardinados en el comportamiento social de una comunidad, con el fin de otorgar relevancia, primero, social o comunal a la pareja que, públicamente, acepta un compromiso, y segundo, jurídica, con la sucesiva regulación de derechos y deberes propios de la institución.
En consecuencia, la pretendida opción matrimonial homosexual, carece de fundamento antropológico e histórico.
El matrimonio, como fenómeno social, viene a garantizar la estabilidad de una relación con el fin de asegurar la generación de nuevos miembros de la sociedad, asegurando, además, que en los primeros estadios de su desarrollo, el ser humano tiene garantizada, amén de sus necesidades vitales, su adecuada formación intelectual, social y moral, sin perjuicio de que, progresivamente, la sociedad, a través del Estado, garantice su perfecta y más completa formación, con el fin de servir, en su día, de la mejor manera posible, a la sociedad en la que está incardinado.
La adopción, como institución jurídica, tiene por finalidad procurar al menor, potencialmente, adoptable, la garantía de una estabilidad familiar y afectiva, debiéndose, en todo caso, tener como única guía el interés supremo del menor.
Por lo tanto, la permisividad de que parejas del mismo sexo puedan acceder a la adopción, es una aberración, pues conculca el más sagrado interés expuesto.
Si bien es cierto que el Estado no debe inmiscuirse en el ámbito privado, no es menos cierto que cuando el comportamiento privado trasciende dicha esfera debe ajustarse el mejor orden social, pues sólo así se garantizaría la perfecta armonía social.
La aprobación de Leyes que facilitan la destrucción familiar sólo permite esperar, tal y como el tiempo se encarga, recalcitrantemente, de demostrar, que la sociedad está avocada al fracaso, con lo que el desorden social y familiar, en el que descuellan como principales víctimas los infantes, está garantizado.
Asimismo, la “invención” de sucesivas tesis psicológicas o sociológicas, que pretenden adecuar la vida familiar, la relación entre padres e hijos, a una pretendida sociedad moderna, sólo han provocado, con el paso del tiempo, mayor número de conflictos inter generacionales, que han provocado la destrucción de la institución de la familia.
Como en toda organización social, la familia, como estadio primigenio, debe servir de ejemplo y guía para el menor, y garantizar que el orden, la disciplina y el respeto sean su ejemplo de vida a seguir.
Es lógico que se pretenda dulcificar las relaciones paterno-filiales, pero sin olvidar el respeto que los hijos deben tener a sus progenitores y, en todo caso, el amor que debe reinar en toda unidad familiar.
3.- Las relaciones laborales y económicas:
Con el fracaso del sistema marxista, deviene, como único horizonte, el sistema liberal proclamado por la Revolución Francesa.
La proclamación de los “pilares fundamentales de la gran falacia”, “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, trajo consigo una alteración sustancial del orden natural del trabajo, la producción y el mercado.
Si bien, originalmente, el trabajo se entendía como un mero acto de supervivencia o de satisfacción de las necesidades más perentorias, más adelante, con la elaboración de instrumentos y con la consiguiente apropiación o propiedad del medio necesario para satisfacer dichas necesidades, el hombre alcanza el sentido social de la propiedad, extendiéndose, ulteriormente, al resultado de la producción en si o producto.
Con el advenimiento del mercado, ya en su estadio primitivo (trueque), como en su estadio más avanzado (cambio de producto por dinero o compraventa “in estricto sensu”), al alcanzarse cierto grado de comodidades, se desnaturaliza el proceso, provocando efectos, ciertamente, poco deseables.
Así:
- Por un lado, surge el capital como objeto de propiedad.
- Por otro, el mercado o intercambio ya no se hace con la única finalidad de adquirir bienes necesarios para la supervivencia, sino que se transforma, poco a poco, en un consumo suntuario que satisface, en mayor o menor medida, la vanidad del hombre.
- Surgen, entonces, las desigualdades sociales, creándose, además, una ingente masa de desposeídos, y un reducido grupo de privilegiados.
Con la Revolución liberal, se “consagra” e “institucionaliza” tal mecanismo erróneo, lo que, necesariamente, provoca, con el advenimiento de la era industrial, que las desigualdades sociales se hacen, si cabe, más patentes.
Surgen, entonces, tesis que pretenden solucionar tal abismo económico, pero que, en modo alguno, solucionan el problema, porque, en realidad, en el fondo, sólo sustituyen al titular del capital en beneficio del Estado.
Hoy, con el consenso existente, incluso entre organizaciones, supuestamente, “revolucionarias”, se ha aceptado, con mayor o menor agrado, la tesis de la Revolución Francesa, aunque, eso sí, matizada en algunos aspectos.
Un claro ejemplo lo tenemos en nuestra vigente Constitución de 1.978 y, sobretodo, en la reciente Constitución Europea.
Y tal panorama, que sólo tiene como excepción a grupos marginales extremistas, más preocupados por radicalismos nacionalistas que, puramente, económicos, supone una quiebra de las relaciones económicas y laborales, agravada, más si cabe, por el hecho de el que sindicalismo actual, con plena aceptación y sumisión a las reglas del juego, se convierta en, puramente, reivindicativo, aunque respetando los límites fijados por el capital.
Frente a dicha tesis, ciertamente, claudicante, es menester alzar la propuesta de una revolución económica integral.
El actual sistema que, en el fondo, se parece mucho a la situación económica vivida durante los años treinta, no plantea alternativas a las relaciones económicas.
El problema, señores sindicalistas, no es que existan contratos basura o contratos temporales, aunque, ciertamente, es preocupante, sino que el problema es mucho más profundo.
Se trata, en realidad, del Sistema en si como problema.
No puede pedirse al sistema capitalista que adopten criterios socializadores, porque, para empezar, no es su función.
Como tampoco se puede pedir a los sistemas marxistas que acepten el libre juego de la oferta y la demanda, porque, al final, caerán por su propio peso.
Sólo una alternativa revolucionaria, realmente revolucionaria, que destierre los viejos axiomas de ambos sistemas caducos, puede, ciertamente, ser la esperanza económica para España y, después, el mundo.
Pero, obviamente, tal alternativa, bajo ningún concepto puede coexistir con ningún sistema ya conocido, porque, de lo contrario, sería un rotundo fracaso.
Si alguna vez se pretendió implantar el sistema, por ejemplo, de cooperativas, al final degeneró, en la mayoría de los casos, por no decir en todos, en un auténtico desastre.
Y la explicación es bien sencilla: La coexistencia de sistemas divergentes se repelen como polos opuestos.
No puede, pues, pretenderse que coexistan, por ejemplo, un sistema económico liberal con un sistema en el que los trabajadores sean dueños de su propio destino, propietarios y únicos titulares de los medios de producción, ya que, al final, el pez grande se come al chico.
Sólo mediante la revolución económica puede lograrse el éxito de la apuesta.
Algunos me dirán: eso es ilusorio.
Y yo les respondo: más ilusorio es alcanzar la justicia social y laboral dentro del vigente sistema. A salvo, obviamente, y eso es lo que me temo, que tanto los políticos de turno, como los sindicalistas que salen en la foto, pretendan, en realidad, engañar el trabajador.
Cuando el capital está en manos de una minoría (y no voy a entrar si de bancos o particulares o sociedades más o menos secretas), poco o nada puede conseguirse, a salvo seguir las reglas de juego que, en el fondo, fija el capital.
Lo demás, es puro cuento, pura sandez.
Sólo, pues, un sistema que encarne por si mismo el ideal de Justicia Social, puede garantizar el libre juego de los factores determinantes para alcanzar dicho ideal.
Pero para que las relaciones económicas y laborales se encuentren en igualdad de condiciones, necesariamente, habrá que partir del presupuesto de que los productores (hoy llamados empresarios y trabajadores) habrán de alcanzar una identidad sustancial.
Y dicha identidad sustancial, con independencia del grado de participación y responsabilidad en la empresa, debe servir de trampolín para configurar un nuevo orden económico y, por ende, laboral.
Francisco Pena
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