AQUÍ NO HAY NEUTRALIDAD

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miércoles, 11 de noviembre de 2009

JOSÉ ANTONIO SE EQUIVOCÓ

Existe una tendencia natural en el ser humano a cristianizar, santificar, a los ya fallecidos, tal vez con la esperanza de tranquilizar sus conciencias y, en consecuencia, de paliar, en mayor o menor medida, el daño que les hayan podido hacer.
Y esta costumbre no fue ajena tampoco para la egregia figura de José Antonio.
Desde la perspectiva de los que lo ignoraron, de los que lo calumniaron y/o desde los que tergiversaron su pensamiento, para todos ellos José Antonio, en el fondo, fue un “gran hombre”, tal vez incomprendido, pero no malo del todo.
Sin embargo, no nos engañemos, tan dañina es esta imagen como la que durante muchos años han pretendido difundir aquellos que apretaron el gatillo.
Ni José Antonio fue un santo, ni fue un criminal.
José Antonio, sin duda, fue un gran hombre, pero como hombre, se equivocó.
Una virtud indiscutida de José Antonio fue su valentía.
Valentía ante sus enemigos, sobre todo en las horas finales de su existencia.
Algunos, no obstante, podrá argumentar que tal valentía no fue ajena a cierta dosis de fatalismo, de ese fatalismo del que nos acusan a los católicos y creyentes en general y consistente en aceptar nuestro sino, aún a costa de nuestra voluntad.
No creo, no obstante, que José Antonio fuese un fatalista, más bien un hombre noble que llevó su grandeza incluso hasta el momento postrero de su última exhalación.
Pero tan innegable nobleza no obsta reconocer cierta debilidad por su parte.
Debilidad, por otro lado, igualmente compartida por sus congéneres, pero que, en el caso de José Antonio cobra especial relevancia dado el halo de cierta espiritualidad que siempre ha rodeado su figura.
Su valentía, su generosidad, no estuvieron exentas de ciertas dosis de inoportunidad.
Es casi seguro que José Antonio se equivocó en la forma, porque no de otro modo puede calibrarse su fracaso político, que no espiritual.
Se equivocó al creer infalible el espíritu valiente de los españoles, que como todas las virtudes, que sin duda tuvo, en el caso de la época que le tocó vivir a José Antonio, poco se significó.
Se olvidó José Antonio que el pueblo español puede ser también sujeto de las más viles artes deshonrosas, a pesar de que de cuando en vez, por aquello de que siempre existen héroes, pueda parecer que supera sin esfuerzo, aunque con dolor, sus propias limitaciones.
Pero si hay algo que distingue al pueblo español de entonces, como al de ahora, al de siempre, es la falta de respeto, de interés, por aquellos que no hablan bien de sí mismos, asumiendo a sus espaldas la carga propia y ajena sin importarles el sacrificio que conlleva.
Hombres como éstos nunca fueron bienvenidos, ni aquí ni acullá.
Tal vez por ello, José Antonio, al igual que otros pocos, nunca fue comprendido, porque el egoísmo es incapaz de entender la entrega.
Al pueblo español, como supongo a otros muchos, le encantan que lo halaguen, incluso que lo seduzcan, aún a costa de engañarle, porque, al fin y al cabo, el halago siempre esconde una insinceridad, una mentira.
Y José Antonio, si bien conocía perfectamente las escasas virtudes y no pocos defectos del pueblo español, prefirió solaparlos con un discurso fogoso, lleno de verdad, pero que no satisfacía el ego insaciable del oyente.
Es muy difícil conquistar cuando se pide sacrificio, honradez.
Es muy difícil convencer cuando nada se pide a cambio, pues nada material puede comulgar con la sustancialidad de lo inmaterial, de lo espiritual.
Al pueblo español siempre se le ha conquistado por la panza, sobre todo cuando el esfuerzo para llenarla se circunscribe, se limita, al trayecto que va desde la boca hasta el intestino.
Pero cuando alguien, como José Antonio, declara sinceramente que el esfuerzo, el sudor, es presupuesto insoslayable para alcanzar el triunfo, es cuando el buche se desinfla y se perfila hacia la derecha o hacia la izquierda, según sople el viento, con el ánimo de atisbar quién es el más próximo matarife que ofrece la carne más jugosa y al menor coste.
Se equivocó así José Antonio porque pretendió hendir en la herida de una España desahuciada ignorando la anestesia del halago.
No puede, pues, haber mayor pecado que evidenciar los defectos, aún mostrando las soluciones, cuando sólo se quiere escuchar los vicios, ciertos o no, de los demás.
El pueblo de entonces, como el de ahora, quería carnaza y José Antonio, equivocadamente, se la negó.
¡Cuán fácil hubiera sido dirigir el punto de mira hacia otro lado!
A estas horas, sin duda alguna, no estaríamos hablando de un 20 de Noviembre….
Pero la condición humana es imprevisible, sobre todo cuando hablamos de hombres excepcionales y, así, es posible comprender que hasta José Antonio, siendo un hombre extraordinario, pudo haber cometido el error fatal de su vida: creer que los demás, en mayor o menor medida, llegarían a entender, aunque fuera someramente, lo que en reiteradas ocasiones predicó.

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