Dice nuestro viejo y no menos sabio refranero español que “quién siembra vientos, cosecha tempestades” y, sin duda, se trata de una inexorable relación de causalidad que cumple aquel viejo axioma de que la causa de la causa es la causa del mal causado o dicho en latín, que suena más grave, “causa causae est etiam causa causati”.
En definitiva: ¿de qué nos extrañamos cuando advertimos la gravedad de los tiempos presentes, si en realidad nosotros mismos hemos sido y somos la causa de tales males?
No hace muchos años mecían nuestros oídos unos armoniosos susurros que disculpaban cualquier sombra de la vida privada de los políticos, siempre que éstos, públicamente, actuasen con la diligencia y honestidad que le eran y son exigibles.
Sin embargo, con el paso de los años, el peso de la realidad vuelve a traernos a la memoria aquella frase tan conocida y tan poco entendida de que “quien es fiel en lo poco también lo es en lo mucho”.
¿De qué nos extrañamos, pues, al comprobar que los chorizos siguen siendo chorizos, sean del pelo que sean, tanto en el ámbito público como en el privado?
¿Acaso, ingenuos de nos, pensábamos que la “res pública” otorgaba y otorga un halo de especial santidad, por el simple hecho de trascender del ámbito casero?
Y seguimos sin escarmentar……
Y nos dijeron que no era bueno corregir, ni siquiera “fraternalmente”, a nuestros infantes, y como borregos seguimos la máxima del indigente intelectual de turno que llegaba a asegurar, eso sí “científicamente”, que una subida de tono o un coscorrón a tiempo podrían suponer una grave merma psíquica que inexorablemente traumatizarían de por vida a nuestros hoy idiotas, aunque amadísimos, hijos.
Y hoy, que los padres se ven obligados a armarse de paciencia, cuando no de protección policial, frente a las sacudidas libertarias e impetuosas de nuestros muy bien educados descendientes, precisamente ahora, es cuando no entendemos por qué éstos no son capaces de entender que el pacifismo debería ser al menos recíproco.
Y no lejos de contentarnos con tan insignes y “científicos” logros, además, aceptamos la generalización de la tesis de que, frente a las normas de conducta, nada más edificante que otorgar a los alumnos la autoridad suprema de las aulas, relegando al educador a ser mera marioneta al servicio de los caprichos de nuestros cachorros.
Y, así, cuando nuestro “bebé” retornaba y retorna a casa, entre cabizbajo y chulesco, enseñando a regañadientes las notas de la última evaluación, aceptamos con una fe que mueve montañas, la palabra de nuestro hijo de que el “profe”, precisamente a él, le ha cogido manía y que no tiene mejor manera de gritarlo a los cuatro vientos que suspenderle 8 de las 9 asignaturas que le tocan.
Y para acentuar su justificada excusa, nada más edificante que concertar una cita con semejante monstruo con el loable fin de, si se tercia, partirle la cara al muy gilipollas que no ha entendido que mi hijo, amén de guapo, es muy listo él.
Y es por ello que, acogiendo la mentada tesis del iter causal, nos hemos vuelto los progenitores más comprensivos de toda la historia de la Humanidad y así, cuando nuestros hijos un día de ésos, a eso de las 5 de la madrugada, se pasan un poquito, no sólo de alcohol, sino con los muebles o inmuebles ajenos, buscaremos siempre la excusa de que son “chiquilladas”, pues, al fin y al cabo, entre el stress de los estudios y la falta de tiempo para ver la tele o jugar a la consola, poco les queda de esparcimiento, a salvo violentar cuatro o cinco vehículos o quemar algunos contenedores y, se tercia, por aquello de no perder la costumbre, partirle la cara de vez en cuando al gilipollas del profesor o al que se cruce en su camino, pues bastante tiene ya el mozalbete con ir haciendo eses por nuestras sucias callejuelas.
Y, así, entre risa y risa, vemos pasar la vida, pretendiendo, por un lado, disculpar las probadas “inocentadas” de nuestros muy amados oseznos y, por otra, aceptar sin ningún tipo de reparos que se nos prive aunque sea temporalmente de la patria potestad cuando nuestra cándida “hijita” ha tenido a bien dejar a un lado la “Barby” para cohabitar con el “Kent” que por mala suerte o, tal vez, por exceso de celo, ha proveído su potencial preñez.
No sé pues por qué nos asombramos, si al fin y al cabo esto es lo que siempre hemos buscado.
Quisimos que fuesen hombres cuando apenas levantaban un palmo del suelo…
Permitimos que destrozaran su inocencia con tal de tener un rato para nosotros …
Miramos para otro lado, cuando apreciamos los primeros síntomas del peligro….
Y, ahora, que todo está prácticamente perdido, nos echamos las manos a la cabeza, tal vez pensando que con ello tranquilizamos nuestras conciencias y, por aquello de que nadie nos escucha, gritamos a los cuatro vientos que por qué ese Dios del que tanto aventuran los beatos no hizo o hace nada para evitar lo inevitable.
Cinismo tal, sólo puede entenderse desde la más abyecta y aviesa intención de aquél que, después de despreciar toda norma moral pretende ahora concluir que su fracaso es ajeno a su intención.
¿Acaso no pretendimos y pretendemos alejar cualquier principio moral de las escuelas?
¿Acaso no hemos buscado y buscamos nuestra propia satisfacción a costa del fracaso y futuro de nuestros hijos?
¿Acaso no nos regocijamos al contemplar la naturaleza innoble que durante años nos han vendido por los medios del Sistema?
¿Acaso no aceptamos voluntariamente que lo blanco ya era negro y lo negro gris?
¿Acaso no asumimos como natural lo antinaturalmente invertido?
¿En qué momento plantamos cara ante tamaña y sucia mentira?
Y hoy, como somos tan cobardes que no somos capaces de aceptar nuestra propia culpa y fracaso y dirigir, además, el dedo acusatorio contra los que efectivamente nos hicieron sucumbir ante tamaña desvergüenza, contrariamente a nuestros propios e innobles principios y a nuestra asumida y “moderna” naturaleza material, echamos la culpa a aquel credo, valores y principios de los que abjuramos por nuestro más rotundo y absoluto fracaso.
Pero ahí, señores, está la cosecha, fruto de la semilla con la que hemos sembrado nuestro fracaso.
Fruto de nuestra propia ignorancia, pero también de nuestra más sibilina estupidez.
No creo, sinceramente, que nada ni nadie pueda reparar tan sublime decepción.
Tal vez, si cabe, retrasar lo inevitable, pero la catarsis deviene ya inapelable e inexcusable.
Tal vez quede, no obstante, un resto que salvar….pero eso, señores, ya no depende de mí.
Su turno…
En definitiva: ¿de qué nos extrañamos cuando advertimos la gravedad de los tiempos presentes, si en realidad nosotros mismos hemos sido y somos la causa de tales males?
No hace muchos años mecían nuestros oídos unos armoniosos susurros que disculpaban cualquier sombra de la vida privada de los políticos, siempre que éstos, públicamente, actuasen con la diligencia y honestidad que le eran y son exigibles.
Sin embargo, con el paso de los años, el peso de la realidad vuelve a traernos a la memoria aquella frase tan conocida y tan poco entendida de que “quien es fiel en lo poco también lo es en lo mucho”.
¿De qué nos extrañamos, pues, al comprobar que los chorizos siguen siendo chorizos, sean del pelo que sean, tanto en el ámbito público como en el privado?
¿Acaso, ingenuos de nos, pensábamos que la “res pública” otorgaba y otorga un halo de especial santidad, por el simple hecho de trascender del ámbito casero?
Y seguimos sin escarmentar……
Y nos dijeron que no era bueno corregir, ni siquiera “fraternalmente”, a nuestros infantes, y como borregos seguimos la máxima del indigente intelectual de turno que llegaba a asegurar, eso sí “científicamente”, que una subida de tono o un coscorrón a tiempo podrían suponer una grave merma psíquica que inexorablemente traumatizarían de por vida a nuestros hoy idiotas, aunque amadísimos, hijos.
Y hoy, que los padres se ven obligados a armarse de paciencia, cuando no de protección policial, frente a las sacudidas libertarias e impetuosas de nuestros muy bien educados descendientes, precisamente ahora, es cuando no entendemos por qué éstos no son capaces de entender que el pacifismo debería ser al menos recíproco.
Y no lejos de contentarnos con tan insignes y “científicos” logros, además, aceptamos la generalización de la tesis de que, frente a las normas de conducta, nada más edificante que otorgar a los alumnos la autoridad suprema de las aulas, relegando al educador a ser mera marioneta al servicio de los caprichos de nuestros cachorros.
Y, así, cuando nuestro “bebé” retornaba y retorna a casa, entre cabizbajo y chulesco, enseñando a regañadientes las notas de la última evaluación, aceptamos con una fe que mueve montañas, la palabra de nuestro hijo de que el “profe”, precisamente a él, le ha cogido manía y que no tiene mejor manera de gritarlo a los cuatro vientos que suspenderle 8 de las 9 asignaturas que le tocan.
Y para acentuar su justificada excusa, nada más edificante que concertar una cita con semejante monstruo con el loable fin de, si se tercia, partirle la cara al muy gilipollas que no ha entendido que mi hijo, amén de guapo, es muy listo él.
Y es por ello que, acogiendo la mentada tesis del iter causal, nos hemos vuelto los progenitores más comprensivos de toda la historia de la Humanidad y así, cuando nuestros hijos un día de ésos, a eso de las 5 de la madrugada, se pasan un poquito, no sólo de alcohol, sino con los muebles o inmuebles ajenos, buscaremos siempre la excusa de que son “chiquilladas”, pues, al fin y al cabo, entre el stress de los estudios y la falta de tiempo para ver la tele o jugar a la consola, poco les queda de esparcimiento, a salvo violentar cuatro o cinco vehículos o quemar algunos contenedores y, se tercia, por aquello de no perder la costumbre, partirle la cara de vez en cuando al gilipollas del profesor o al que se cruce en su camino, pues bastante tiene ya el mozalbete con ir haciendo eses por nuestras sucias callejuelas.
Y, así, entre risa y risa, vemos pasar la vida, pretendiendo, por un lado, disculpar las probadas “inocentadas” de nuestros muy amados oseznos y, por otra, aceptar sin ningún tipo de reparos que se nos prive aunque sea temporalmente de la patria potestad cuando nuestra cándida “hijita” ha tenido a bien dejar a un lado la “Barby” para cohabitar con el “Kent” que por mala suerte o, tal vez, por exceso de celo, ha proveído su potencial preñez.
No sé pues por qué nos asombramos, si al fin y al cabo esto es lo que siempre hemos buscado.
Quisimos que fuesen hombres cuando apenas levantaban un palmo del suelo…
Permitimos que destrozaran su inocencia con tal de tener un rato para nosotros …
Miramos para otro lado, cuando apreciamos los primeros síntomas del peligro….
Y, ahora, que todo está prácticamente perdido, nos echamos las manos a la cabeza, tal vez pensando que con ello tranquilizamos nuestras conciencias y, por aquello de que nadie nos escucha, gritamos a los cuatro vientos que por qué ese Dios del que tanto aventuran los beatos no hizo o hace nada para evitar lo inevitable.
Cinismo tal, sólo puede entenderse desde la más abyecta y aviesa intención de aquél que, después de despreciar toda norma moral pretende ahora concluir que su fracaso es ajeno a su intención.
¿Acaso no pretendimos y pretendemos alejar cualquier principio moral de las escuelas?
¿Acaso no hemos buscado y buscamos nuestra propia satisfacción a costa del fracaso y futuro de nuestros hijos?
¿Acaso no nos regocijamos al contemplar la naturaleza innoble que durante años nos han vendido por los medios del Sistema?
¿Acaso no aceptamos voluntariamente que lo blanco ya era negro y lo negro gris?
¿Acaso no asumimos como natural lo antinaturalmente invertido?
¿En qué momento plantamos cara ante tamaña y sucia mentira?
Y hoy, como somos tan cobardes que no somos capaces de aceptar nuestra propia culpa y fracaso y dirigir, además, el dedo acusatorio contra los que efectivamente nos hicieron sucumbir ante tamaña desvergüenza, contrariamente a nuestros propios e innobles principios y a nuestra asumida y “moderna” naturaleza material, echamos la culpa a aquel credo, valores y principios de los que abjuramos por nuestro más rotundo y absoluto fracaso.
Pero ahí, señores, está la cosecha, fruto de la semilla con la que hemos sembrado nuestro fracaso.
Fruto de nuestra propia ignorancia, pero también de nuestra más sibilina estupidez.
No creo, sinceramente, que nada ni nadie pueda reparar tan sublime decepción.
Tal vez, si cabe, retrasar lo inevitable, pero la catarsis deviene ya inapelable e inexcusable.
Tal vez quede, no obstante, un resto que salvar….pero eso, señores, ya no depende de mí.
Su turno…
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