Pertenezco, como otros muchos, a una generación un tanto extraña, incluso olvidada. Una generación a caballo entre el hoy y el ayer, entre el actual y el anterior Régimen.
Una generación, en definitiva, desubicada, carente de un referente claro.
Los que nacimos entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta y que hoy rondamos, por arriba o por abajo, la cincuentena, no podemos llegar a perdonar u olvidar, tal y como se estila ahora, porque, sencillamente, ni tenemos memoria ni conciencia de culpa.
Ni hemos compartido dichas ni desdichas, ni hemos intervenido en la construcción de cualquiera de los ya fenecidos regímenes, ya sea el vigente o el anterior.
No tenemos, pues, referencia alguna, cierta o no, sobre los supuestos defectos del régimen pasado, ni de las, dicen, excelsas virtudes del actual.
Ignoro si tanto en un caso como en el otro las verdades superan a las falacias, pero lo cierto es que, a pesar de nuestra obsoleta formación, todavía no hemos dejado escapar las pocas neuronas que nos quedan.
Y aunque nos siguen contando “milongas” de ésta u otra guerra, lo cierto es que cotejando hechos vividos, aunque fuere desde el extremo de la infantil bisoñez, nada nos distingue del pasado, aunque muchos se esfuercen en convencernos que estamos viviendo el futuro.
Cuando observo a esta generación actual de inútiles macilentos, no puedo por menos que sentir tristeza, una tristeza profunda, sin esperanza, porque ya nada les puede salvar de la estupidez.
Cuando ven como única realidad a esta retahíla de sinvergüenzas, eternos defensores de la libertad, de su libertad, críticos constantes del anterior régimen, sempiternos defensores de la “memoria histórica”, no dejo de recordar aquel famosísimo “Proceso de Burgos”, que tanto dio que hablar y en el que, previo juicio sumarísimo, se había condenado a muerte a unos “chicos buenos” de la E.T.A..
Y me vienen a la memoria, aunque sea por somera crónica, los entusiastas apoyos de los de aquí y de acullá, de los devotos de las sacrosantas “liberté, egalité e fraternité”, hoy tornados en conspicuos padres de la Patria y que, sin embargo, con el devenir de los años, tal vez por aquello del “mal de Alzheimer”, desahogaron sus conciencias a golpe de tiro en la nuca, aunque revestido de las muy democráticas siglas del GAL.
Y como olvidar, aunque sea por medio de una remota reseña, los motivos esgrimidos por los nuevos padres de la incipiente Iglesia “española y democrática” que, a costa de comprometerse con los nuevos amos, por medio del muy noble ejercicio de la inclinación de la coronilla y bajada pareja de calzones, aceptaron ser protagonistas de la conciencia y moral, otrora, imperante, aunque fuere bajo el precio de la traición y del olvido.
Y tanto unos como otros, hijos putativos de la Revolución burguesa de 1789, defensores de la razón y de las luces, aunque degenerasen en barbarie y sombras, sentados a la diestra y a la siniestra del trono de la Asamblea, dicen, del pueblo, con el impagable apoyo de los traidores y lameculos de siempre, hoy, a pesar de ser descendientes directos del Caudillo, intentan convencer a estos pobres y estúpidos mozalbetes, que la razón y la verdad están más abajo del ombligo.
Y así, vemos espectáculos tan edificantes como a menores de edad, física y mental, que se dedican a imitar a nuestros congéneres los pavos y, por aquello de llegar bien cebados y caldosos a Nochebuena, ingieren enormes cantidades de alcohol con el beneplácito de los servicios de seguridad y el insomnio forzado de los sufridos vecinos.
Pero estos chicos que supuestamente serían la nueva raza del régimen, sanos y santos ellos, lejos de haberse despojado de los, dicen, atavismos y malos hábitos de nuestros ancestros, ahora resulta que vuelven a repetir sus, dicen, viejas costumbres de pegar a sus hembras y, si fuere menester, cortarles el cuello o violentarlas, eso sí, con el consiguiente arrepentimiento del inmediato suicidio.
Argumentan que tales hechos son fruto del machismo imperante, pero éste, por una cuestión de pura lógica cronológica, sólo puede echarse encima de la formación que aquéllos recibieron y que fue debidamente planificada por los actuales prebostes de la Patria.
Y como no tienen excusa, aunque la gente sí se lo crea, convienen una serie interminable de normas jurídicas que, lejos de servir de solución al problema, por el contrario lo agravan más.
Y como la solución a un problema lo entienden provocando otro más grave, pues nada mejor que eliminar de raíz la causa del mismo para evitar un “mal menor”.
Y así, tanto unos como otros, aunque éstos con cierto retraso, por aquello de dejar el protagonismo a los “progres”, consideran que la vida es secundaria cuando la conveniencia o el interés está por encima del más débil.
Y por si eso no fuese suficiente, suspenden temporalmente la patria potestad de los progenitores, aunque eso sí, sólo hasta que la menor salga de la clínica o se haya tomado la “pildorita del día después”, ésa que dicen que es absolutamente inocua pero que, sin embargo, aconsejan tomarla con precaución, aunque para ello no haga falta receta del galeno.
Y ésta, señores, es la generación que nos rodea.
Una generación sin norte, sin guía, sin futuro, a la que el peso del presente pasará tarde o temprano factura.
Y mientras, los autores materiales de este desaguisado, siguen pisando nuestros más elementales derechos con la esperanza y fundada confianza de que saldrán, si Dios no lo remedia, impunes de la quema.
Porque resulta obvio que esta generación ya perdida, consumida en la miseria moral, nada va a oponer porque nada puede contradecir, ya que sus aptitudes han sido hasta tal punto menguadas que a duras penas entienden lo que se les dice o saben leer lo que se les ofrece, pues, al fin y al cabo, a fuerza de desarrollar sólo aquello que les satisface han conseguido olvidar que, a pesar de todo, al menos para nosotros, siguen siendo personas.
Una generación, en definitiva, desubicada, carente de un referente claro.
Los que nacimos entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta y que hoy rondamos, por arriba o por abajo, la cincuentena, no podemos llegar a perdonar u olvidar, tal y como se estila ahora, porque, sencillamente, ni tenemos memoria ni conciencia de culpa.
Ni hemos compartido dichas ni desdichas, ni hemos intervenido en la construcción de cualquiera de los ya fenecidos regímenes, ya sea el vigente o el anterior.
No tenemos, pues, referencia alguna, cierta o no, sobre los supuestos defectos del régimen pasado, ni de las, dicen, excelsas virtudes del actual.
Ignoro si tanto en un caso como en el otro las verdades superan a las falacias, pero lo cierto es que, a pesar de nuestra obsoleta formación, todavía no hemos dejado escapar las pocas neuronas que nos quedan.
Y aunque nos siguen contando “milongas” de ésta u otra guerra, lo cierto es que cotejando hechos vividos, aunque fuere desde el extremo de la infantil bisoñez, nada nos distingue del pasado, aunque muchos se esfuercen en convencernos que estamos viviendo el futuro.
Cuando observo a esta generación actual de inútiles macilentos, no puedo por menos que sentir tristeza, una tristeza profunda, sin esperanza, porque ya nada les puede salvar de la estupidez.
Cuando ven como única realidad a esta retahíla de sinvergüenzas, eternos defensores de la libertad, de su libertad, críticos constantes del anterior régimen, sempiternos defensores de la “memoria histórica”, no dejo de recordar aquel famosísimo “Proceso de Burgos”, que tanto dio que hablar y en el que, previo juicio sumarísimo, se había condenado a muerte a unos “chicos buenos” de la E.T.A..
Y me vienen a la memoria, aunque sea por somera crónica, los entusiastas apoyos de los de aquí y de acullá, de los devotos de las sacrosantas “liberté, egalité e fraternité”, hoy tornados en conspicuos padres de la Patria y que, sin embargo, con el devenir de los años, tal vez por aquello del “mal de Alzheimer”, desahogaron sus conciencias a golpe de tiro en la nuca, aunque revestido de las muy democráticas siglas del GAL.
Y como olvidar, aunque sea por medio de una remota reseña, los motivos esgrimidos por los nuevos padres de la incipiente Iglesia “española y democrática” que, a costa de comprometerse con los nuevos amos, por medio del muy noble ejercicio de la inclinación de la coronilla y bajada pareja de calzones, aceptaron ser protagonistas de la conciencia y moral, otrora, imperante, aunque fuere bajo el precio de la traición y del olvido.
Y tanto unos como otros, hijos putativos de la Revolución burguesa de 1789, defensores de la razón y de las luces, aunque degenerasen en barbarie y sombras, sentados a la diestra y a la siniestra del trono de la Asamblea, dicen, del pueblo, con el impagable apoyo de los traidores y lameculos de siempre, hoy, a pesar de ser descendientes directos del Caudillo, intentan convencer a estos pobres y estúpidos mozalbetes, que la razón y la verdad están más abajo del ombligo.
Y así, vemos espectáculos tan edificantes como a menores de edad, física y mental, que se dedican a imitar a nuestros congéneres los pavos y, por aquello de llegar bien cebados y caldosos a Nochebuena, ingieren enormes cantidades de alcohol con el beneplácito de los servicios de seguridad y el insomnio forzado de los sufridos vecinos.
Pero estos chicos que supuestamente serían la nueva raza del régimen, sanos y santos ellos, lejos de haberse despojado de los, dicen, atavismos y malos hábitos de nuestros ancestros, ahora resulta que vuelven a repetir sus, dicen, viejas costumbres de pegar a sus hembras y, si fuere menester, cortarles el cuello o violentarlas, eso sí, con el consiguiente arrepentimiento del inmediato suicidio.
Argumentan que tales hechos son fruto del machismo imperante, pero éste, por una cuestión de pura lógica cronológica, sólo puede echarse encima de la formación que aquéllos recibieron y que fue debidamente planificada por los actuales prebostes de la Patria.
Y como no tienen excusa, aunque la gente sí se lo crea, convienen una serie interminable de normas jurídicas que, lejos de servir de solución al problema, por el contrario lo agravan más.
Y como la solución a un problema lo entienden provocando otro más grave, pues nada mejor que eliminar de raíz la causa del mismo para evitar un “mal menor”.
Y así, tanto unos como otros, aunque éstos con cierto retraso, por aquello de dejar el protagonismo a los “progres”, consideran que la vida es secundaria cuando la conveniencia o el interés está por encima del más débil.
Y por si eso no fuese suficiente, suspenden temporalmente la patria potestad de los progenitores, aunque eso sí, sólo hasta que la menor salga de la clínica o se haya tomado la “pildorita del día después”, ésa que dicen que es absolutamente inocua pero que, sin embargo, aconsejan tomarla con precaución, aunque para ello no haga falta receta del galeno.
Y ésta, señores, es la generación que nos rodea.
Una generación sin norte, sin guía, sin futuro, a la que el peso del presente pasará tarde o temprano factura.
Y mientras, los autores materiales de este desaguisado, siguen pisando nuestros más elementales derechos con la esperanza y fundada confianza de que saldrán, si Dios no lo remedia, impunes de la quema.
Porque resulta obvio que esta generación ya perdida, consumida en la miseria moral, nada va a oponer porque nada puede contradecir, ya que sus aptitudes han sido hasta tal punto menguadas que a duras penas entienden lo que se les dice o saben leer lo que se les ofrece, pues, al fin y al cabo, a fuerza de desarrollar sólo aquello que les satisface han conseguido olvidar que, a pesar de todo, al menos para nosotros, siguen siendo personas.
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