Una dominación que, hoy, se hace más eficaz, si cabe, porque el ciudadano está, plenamente, convencido de que, efectivamente, es libre, igual y hermano.
Por fin, pues, se alcanza la materialización del artificio, del engaño.
La gran masa está, plenamente, convencida de que el “Estado Liberal” es el único referente político posible, dado que no puede existir mayor argumento a su favor que los tres pilares fundamentales, en su día, proclamados: Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Ya pueden, pues, los poderosos alzar la bandera de la victoria, proclamando un nuevo y último dogma: la soberanía de la idiotez.
Sólo queda crear el nuevo Imperio y, por supuesto, el nuevo líder.
Sólo queda, en definitiva, destapar la “caja de pandora” y presentar en sociedad al que nos ha de guiar hacia el nuevo orden mundial.
No obstante, permitidme, aunque sea de soslayo, matizar esos, vuestros, grandilocuentes principios y, tal vez, descubriros una, para vosotros, nueva interpretación de tales términos, ciertamente, diferente de vuestra corta visión de la realidad.
LIBERTAD
Libertad, es, ciertamente, una hermosa palabra, pero, realmente, ¿qué significa?.
Tal vez se puede, más o menos, identificar con la autonomía de la voluntad y de decisión que ha de tener el hombre sobre su propio destino.
Por ello, pues, un hombre sería, efectivamente, libre si, realmente, pudiese determinar su devenir y conquistar su propio tiempo.
Cada individuo, pues, en el ejercicio de su libertad, sería libre de decidir su propio futuro, su devenir individual y, por ende, el patrio.
Pero, ¿es, realmente, así hoy en día?.
¿Realmente, la libertad, tal y como, hoy, es planteada por el actual sistema, permite al individuo decidir sobre su propio destino o, por el contrario, el concepto de libertad, hoy propuesto, no pasa de ser un mero axioma que deviene, por su praxis, en ineficaz?.
¿Por qué, sin embargo, cada día, hay más desencantados?.
Tal vez, la raíz del problema sea que la libertad que propone el actual sistema no sea, ciertamente, la auténtica libertad.
Porque la libertad es mucho más compleja que su simple palabra.
En realidad, los derechos individuales, entre los que, obviamente, se encuentra el de la libertad, se definen por sus propios límites.
De nada, pues, vale que hablemos de libertad, si no acotamos su auténtico significado y su encuadre en el ámbito personal, familiar, laboral, social y político.
La libertad se define así como el “perfecto” desarrollo de la autonomía de la voluntad, en el sentido de que constituirse como parámetro insoslayable para el perfeccionamiento personal, familiar y colectivo del individuo como ser social.
Si no se tienen en cuenta tales parámetros, ciertamente, la libertad cae por su propio peso.
De nada nos sirve, pues, llenar nuestra boca de tan hermosa palabra, sino encuadramos, enmarcamos, su ejercicio y, por lo tanto, su plenitud, en un esquema político-social.
Tal vez, el gran error del concepto liberal de la libertad radique en que no se explica para qué vale su ejercicio, o, dicho con otras palabras, para qué sirve la libertad.
Así, si limitamos, política y socialmente, la libertad al mero ejercicio del derecho al voto, obviamente, estamos falseando su auténtico significado, porque, al final, la autonomía del individuo, como portador de una serie de valores, virtudes y defectos que son inequívocos, únicos, exclusivos de cada uno, decaerá por su ineficacia.
Sólo, pues, un sistema que incardine a cada individuo en un esquema político-social que garantice que sus virtudes y aptitudes puedan servir de germen y catalizador para el ulterior desarrollo político, social y económico de un Estado, puede sobrevivir y, sobretodo, garantizar la plena efectividad del desarrollo individual.
Lo contrario, pues, es el sistema actual.
De nada sirve que nos limitemos a depositar, cada cuatro años, una papeleta de voto que, supuestamente, determina una eficacia política determinada, si no garantizamos a cada individuo que su aportación, única e insustituible, es tenida en consideración al formar parte de un entramado social, económico y político que acredita que su participación diaria determinará el avance político, social y económico de una Nación.
Por ello, la tesis liberal produce un fenómeno de alienación individual y colectiva al privar al individuo de su papel protagonista de su propio futuro, de su familia, de la empresa en la que se integra y de la colectividad, en definitiva, de la que forma parte.
Existe, por el contrario, un sistema integrador. Un sistema que se fundamenta, en definitiva, en la Unidad, y que garantizará que todo individuo, con independencia del puesto que ocupe, de sus capacidades, de su formación, se integrará en un sistema político, social y económico del que formará parte como elemento insustituible.
La integración de cada individuo en un marco familiar, social y sindical es la única garantía que aquél tiene de que puede ser auténtico protagonista del devenir político, social y económico patrio.
Si, por el contrario, no garantizamos la estabilidad y fortaleza de los principios en qué creemos, familia, municipio, sindicato y Patria, todo, por su anárquico comportamiento, cae por su propio peso, alzándose, entonces, los “listillos”, los “explotadores” como los auténticos protagonistas del futuro.
Pero dicho Sistema, único realmente alternativo, necesariamente debe catalizarse mediante un proceso revolucionario, un proceso que, necesaria e inexcusablemente, debe empezar por un proceso de introspección de cada individuo, el cual, enfrentado a su propia conciencia, y libre de cualquier sedimento exógeno, pueda, en fin, valorar qué papel juega en esta apestosa sociedad.
Se puede concluir que la libertad debe ser entendida como el ejercicio o la praxis del perfeccionamiento individual, social, político y económico.
Un individuo que no ejerce su libertad de desarrollo individual dentro del entramado social, amén de ser un ser antisocial, es esclavo de su propio egoísmo e ineficacia.
Somos, pues, libres, en la medida que podemos ejercitar el desarrollo de nuestras potencias o facultades en el marco de un entramado político, económico y social; lo contrario es como aquél que, de mirarse tanto al espejo, está plenamente convencido de que es hermoso, ignorando que, en todo caso, es necesaria la comparación con los demás para valorar, en su justa medida, las virtudes que uno, egoístamente, cree que tiene.
En consecuencia, nada puede permanecer al margen de la sociedad, sino que todo referente de libertad debe, necesariamente, circunscribirse al pleno ejercicio de las facultades que todo individuo ostenta, pues sólo ahí puede, efectivamente, garantizar su desarrollo pleno o, si se prefiere, su plena realización individual.
IGUALDAD Y FRATERNIDAD
Las abordo conjuntamente, por su estrecha o íntima conexión.
Podría definirse la igualdad como la ausencia de todo privilegio.
Tal definición o afirmación se aleja de los sucesivos conceptos o acepciones que, sucesivamente, nos han inculcado los diferentes sistemas políticos vigentes a lo largo de la Historia del Hombre.
Si bien el marxismo intentó dar un toque de atención, sin embargo su concepción materialista y dogmática de la vida provocó un auténtico descalabro del concepto, desfigurando su auténtico alcance y significado.
Con la Revolución Francesa, aparentemente, se pretende dar una interpretación universal del término que, sin embargo, adolece de un defecto sustancial, cual es plantear sus cimientos sobre la base de una concepción errónea de la Libertad.
Al promoverse una concepción económica burguesa, la libertad, hoy, propuesta, y que se toma como referente e, incluso, como argumento indiscutible del sistema, viene limitada, en gran medida, por éste porque por su propia estructura y funcionamiento impide la conquista de un auténtico y real sistema igualitario.
La igualdad, como ausencia de todo privilegio, exige que todo individuo, en su condición sustancial de ser humano, sea igualmente digno que otro, lo que, en último término, debería determinar que todo sistema político que se fundamente en tan grandilocuente principio, debería remover, realmente, las condiciones políticas, sociales y económicas con el fin de garantizar, desde sus pilares, esa identidad sustancial y original.
De nada, pues, vale “consagrar” tal principio, si el propio sistema, el actual sistema, no garantiza, en su estructura político, social y económica, su plena efectividad.
Por ello, sólo desde la óptica de un sistema que encarne, por si mismo, el ideal de Justicia Social, puede, efectivamente, avalarse la realidad de la tesis dogmática de la igualdad.
El actual sistema, por el contrario, deja al libre albedrío del albur la configuración socio-económica del Estado. Porque, aunque se pretenda, como supuestamente proponen algunos, realizar una política social o, como ahora se dice, de “bienestar”, ésta nunca podrá ir más allá de la mera conquista material, sobre todo para una minoría de la población.
Si bien es cierto que el actual sistema económico ha procurado y procura la conquista de logros materiales y tecnológicos, sin embargo, condiciona el acceso individual a aquéllos a una hipoteca vital del individuo.
En la práctica, pues, y suponiendo una crisis económica sin precedentes, tales conquistas devendrían en meros espejismos temporales, encontrándose, en último término, cada individuo con la cruda realidad del fracaso económico, social e individual.
De nada sirve, pues, alzar la bandera de la conquista material si no se parte de dos presupuestos insoslayables:
1.- La conquista de la identidad individual.
2.- La conquista de la identidad socio-económica.
La primera exige que el individuo tenga conciencia real del rol o papel que ha de jugar en un sistema determinado.
Debe, pues, conquistar su espacio vital.
Para ello, el Estado debe garantizar que las condiciones básicas estén plenamente cubiertas, con el fin de que el individuo alcance, por sus propios medios y capacidades, el pleno desarrollo individual, político, social y económico-productivo.
La segunda, frente a la actual y etérea estructura económico-productiva que, en realidad, más que estructura es un dislate económico, parte del presupuesto de la conquista de una auténtica economía nacional que aglutine o, en definitiva, sea el resultado del esfuerzo productivo de todos y cada uno de los individuos que conforman el entramado social.
Si bien es cierto que creo en la necesidad de una reorganización previa, forzosa e insoslayable de la economía, sin embargo, una vez removidas las condiciones económico-productivas, el propio sistema otorgaría autonomía productiva al trabajador.
Se debería identificar el término fraternidad con hermandad o, como, hoy, se dice, solidaridad.
Sin embargo, tal terminología resulta huera si no se garantiza su punto de apoyo, su insoslayable presupuesto que es la igualdad.
La igualdad, repito, como ausencia de todo privilegio, implica la remoción radical de las condiciones políticas, sociales y económicas del sistema, que garanticen, en último término, las condiciones mínimas para alcanzar una nueva sociedad, un nuevo marco económico y social que asegure la plena eficacia de tan cacareado principio.
La tesis liberal, repito, formulada a raíz de la “Revolución Francesa” ha determinado la configuración de un sistema político, económico y social que, en modo alguno, garantiza la plena eficacia de los principios que propugna, lo cual, se hace más grave o palmario, si cabe, en el aspecto de la “solidaridad”.
Es muy fácil, tal y como se hace hoy en día, hablar de “solidaridad”, a “toro pasado”, tal y como apuntan, incluso, los llamados “progresistas”; sin embargo, la “solidaridad” o, mejor dicho, la “Justicia Social”, hay que plantearla “ab initio”, desde los eslabones básicos de la sociedad que se pretende construir.
Sólo, pues, desde la remoción integral o, si se prefiere, desde la Revolución económico-social, se puede, en último término, alcanzar tan codiciada aspiración.