AQUÍ NO HAY NEUTRALIDAD

AQUÍ NO HAY NEUTRALIDAD

miércoles, 12 de mayo de 2010

POSMODERNIDAD

POSMODERNIDAD:
NATURALEZA, CONSECUENCIAS, SIGNOS Y CONTRADICCIONES.
COROLARIO Y ALTERNATIVA

La crisis económica mundial acapara sin duda la preocupación y la atención de todos. No injustificadamente, desde luego. La crisis económica arrastra ya a la penuria, a la pobreza y a la desesperación del paro, a millones de personas en todo el mundo, singularmente en nuestra Patria.
Ya son millones los españoles que sufren la angustia del desempleo y, con toda probabilidad, serán (o seremos) muchos más en los próximos meses sin que se vea el final del túnel, un negro túnel sólo amenizado por las bufonadas de los políticos y las aralacas huecas de los sindicalistas de oficio.
Ocuparnos en dar solución al problema acuciante del paro es, más que justificado, inexcusable.

Sin embargo, a fuerza de ser sinceros, hemos de reconocer que no es la crisis económica la más grave de las amenazas a las que nos enfrentamos.
Lo cierto es que la sociedad occidental sufre hoy (desde hace ya bastante, demasiado, tiempo) una crisis de naturaleza más profunda y de consecuencias más trascendentes que las que corresponden a la crisis económica. Se trata, ya se habrá adivinado, de la crisis de valores.

La sociedad surgida al socaire del pensamiento ilustrado de la Modernidad talló a sangre y fuego la palabra Libertad en el frontispicio de sus ágoras y en las portadas de los libros de sus filósofos grabó en oro la palabra Razón.
Las élites ilustradas en la Enciclopedia y en las reuniones de los salones de la aristocracia y la alta burguesía se erigieron en los paladines de la universal, connatural y eterna aspiración de libertad del ser humano.
Frente al despotismo del Régimen autoritario alzaron la bandera de la libertad individual, asentada en el irrenunciable principio de igualdad ante la Ley frente al sistema de privilegios del Antiguo Régimen.
Frente al desviado y prostituido paradigma del origen divino del poder del Príncipe, alzaron el del origen contractual del poder soberano del Pueblo.
Frente a la Verdad categórica, alzaron el paradigma de la Razón como pilar de todo pensamiento y de todo Orden social, económico y político.

Pero al igual que dos más dos son cuatro sólo en un sistema decimal de numeración, la Razón devino relativa respecto del tiempo y el lugar.
El relativismo se erigió así en categoría de la “nueva” filosofía (en realidad, tan antigua como el hombre).
Sin detenerse en el absurdo que implica que, siendo todo diferente, para ser homónimo todo ha de ser igualmente verdadero a la vez que igualmente falso; el pensamiento relativista ha infestado, no ya todo el Orden social, sino la vida de todos y cada uno de los individuos. Desde las categorías de valores más complejas a las actitudes cotidianas más elementales están informadas de un relativismo omnipresente.
La incertidumbre de la Razón relativa, más allá del pasivo (aunque aniquilador) negativismo nihilista del bien y del mal, ha trascendido en la posmodernidad como afirmación dogmática del valor homónimo de cualesquiera conceptos, pensamientos, filosofías o moral.

La negación de la Verdad absoluta se afirma así, en lo que constituye la primera de sus contradicciones, como la única y absoluta verdad.
El discurso de la paridad de lo diferente, incluso de lo contradictorio, se afirma como “pensamiento único” en el paradigma de la negación de la Verdad.

La posmodernidad que informa la sociedad actual no reconoce otra categoría que la que corresponde a la afirmación del valor igual de lo diferente, incluso de lo opuesto.

Así, desde la posmodernidad, para la que vale todo, para la que todo es igual y nada es mejor; no es posible la autoridad, que trae causa del orden deducido del reconocimiento y afirmación de la Verdad según una estricta prelación de valores, es decir, de la jerarquía.
Así, desde la afirmación dogmática de la diferencia que la posmodernidad proclama, no es posible la afirmación de lo colectivo. No es posible la afirmación de proyecto común alguno que trascienda la mera convivencia indiferente sólo tejida por la mutua, incómoda e indeseada interdependencia. Así, el hombre sometido al imperio de la posmodernidad no comparte con el otro sus proyectos, sus afanes, sus valores, sus ilusiones, sus éxitos o fracasos; el otro (que más que prójimo es mero extraño, cuando no competidor o enemigo) sólo es soportado en tanto incómodo e indeseado pero necesario recurso para la propia supervivencia e interés.
Así, cada uno está perfectamente solo en la promiscua compañía de los otros. ¿Acaso no es la soledad una de las grandes “epidemias” de este tiempo de masas, de multitudes?.
Así, no tiene otro objetivo el individuo que vivir su propia existencia en la forma más satisfactoria, más placentera posible. El hedonismo, el goce, el disfrute, el placer, se erigen en leitmotiv de todo comportamiento individual. Es más, en la razón misma de la existencia.

Se engaña quien crea que su devenir personal, que su vida “privada”, es inmune a este modo de pensamiento y de vida que subyuga nuestra sociedad.
Su imperio está tan arraigado que somete incluso a quienes conscientemente nos oponemos a su influjo. Tanto más, a quienes viven inadvertidamente bajo él.
Medite brevemente cada uno (mientras escucha el audio cuyo enlace transcribo al píe de este párrafo) en que forma, sutil o tosca, este modo de pensar y vivir interfiere en su vida personal, familiar, social, vecinal y laboral.

http://mx.truveo.com/cambalache-carlos-gardel/id/2346204134


Ya habrá confeccionado cada cual nutrida relación de los signos o manifestaciones cotidianas del pensamiento único imperante.
Me permitiré exponer aquí la mía, sin duda semejante a la de cualquiera de vosotros:
- La permisividad, la tolerancia, la transigencia. Lógica consecuencia del pensamiento posmoderno que caracteriza todas las relaciones sociales, desde las paterno - filiales, las familiares y de amistad, hasta las deducidas del orden legal e institucional.
Alguien dirá; ¿acaso estos criterios de conducta no son benéficos?. Efectivamente, la permisividad, la tolerancia, la transigencia son valores acreditados como preeminentes de la sociedad posmoderna. Nadie en su “sano juicio” tiene el valor de proclamarse intransigente o intolerante respecto de nada… salvo con los intransigentes, claro.
Pero, ¿podemos reputar incontestablemente benéfica la permisividad frente a cualquier desvarío, frente a cualquier extravagancia?. ¿Es admisible la tolerancia de la injusticia, del atropello de la dignidad humana y de la libertad?. ¿Podemos transigir impávidos ante la violencia y el abuso?. ¿Podemos mostrarnos indiferentes a la mentira y al engaño?
Podemos, lamentablemente. Es más, no podemos hacer otra cosa desde el relativismo posmoderno que nos imposibilita dirimir el desvarío de la cordura, lo extravagante de lo sensato, lo justo de lo injusto, la veracidad de la falsedad. Que nos impide afirmar incontrovertiblemente la naturaleza de la dignidad humana y de su libertad.
Se dirá que exagero. Nada de eso. Véase, como ejemplo, la reciente declaración de la ínclita ministra de Igualdad del llamado Gobierno de España, Sra. Aido, cuestionando la naturaleza humana del feto: "Es un ser vivo, pero no puede ser un ser humano porque eso no tiene ninguna base científica", ha afirmado la erudita ministra, fundamentando su aserto en argumentos irrefutables... “en mi opinión”, ha dicho.
Sí. ¡Esto es pensamiento único postmoderno en estado puro!.
No importa que la ciencia haya determinado incontrovertiblemente la existencia de un nuevo ser humano, con un nuevo código genético propio, distinto del de la madre, desde el momento mismo de la fecundación. No importa que no se explique como ni en que momento un ser vivo no humano muta espontáneamente a la condición de humano. Nada de esto importa frente a la “verdad incontrovertible” del relativismo voluntarista postmoderno. Aquella certeza científica no tiene mayor valor (tampoco menor, es cierto) que la opinión de la Sra. Ministra o cualquier otro indocumentado. Pero, siendo una y otra homónimas, nada impide actuar de una forma o de la contraria. ¡Esto es posmodernidad!.
Habrá quien piense que tal disparate es atribuible en exclusiva a la falta de entendederas de una ministra de cupo cuyo único mérito es ser hembra y llevar el carné del Partido Socialista en la boca. Nada de eso.
Requerido el Sr. Gabilondo, a la sazón también ministro, este de Educación (nada menos), del llamado Gobierno de España, ha manifestado la complejidad que, “como metafísico”, le supone definir que es un ser humano. Sí, sí. Es más, este metafísico y sacerdote secularizado (no es un ignorante), considera muy acertado plantear la discusión del aborto en dilucidar previamente tal cuestión. ¡Perfectamente posmoderno!.
Tales anécdotas nos llevan a otro de los signos o manifestaciones propias de la posmodernidad:
- La frivolidad. Frivolidad en el pensamiento, en la opinión, en los actos, en los compromisos… en la vida misma, en definitiva.
Frivolidad asentada en la licencia exculpatoria genérica que otorga el paradigma del relativismo voluntarista postmoderno. Puesto que todo es homónimo, pues que todo es según cada uno, es posible abordar cualesquiera opinión o acción sin necesidad de otra justificación que la propia voluntad, que el propio deseo, es decir, frívolamente.
Frivolidad que tiene su corolario en otro de los signos de la postmodernidad
- La irresponsabilidad. Puesto que todo es homónimo, igual, puesto que todo vale, ninguna consecuencia es deducible de nuestros actos u opiniones. Lógicamente, sin responsabilidad, tampoco hay culpabilidad. Nadie es culpable “personalmente” de nada. La “culpa” de todo (sea lo que fuere ese “todo”) es de la “sociedad”, de los “antecedentes familiares o ambientales”, de la “injusticia ancestral o metafísica”, o… del tendido eléctrico. Da igual, lo incontestable, lo que no ofrece lugar a discusión para la posmodernidad es que nadie es “personalmente” responsable, “personalmente” culpable.
Se explica así la actitud “timorata” (por no decir claudicante) frente al delincuente en la represión del delito. Una actitud que informa una política judicial y penitenciaria que protege más al victimario que a la víctima.
Se explica así la extrema dificultad de educar, a la que se enfrentan (si tienen “la moral” de proponérselo) padres y docentes.
Se explica así otro de los signos de la sociedad posmoderna:
- La irreverente insolencia. Insolencia que se asienta en la negación de la excelencia que trae causa de la privación igualitarista de todo mérito (todo es igual, nada es mejor). Insolencia que cursa las más de las veces con grosería y en no pocas ocasiones con agresividad, si no con violencia. Insolencia que se afirma en el repudio de toda autoridad, ya sea en el ámbito familiar, social, intelectual o moral.

Para terminar este breve glosario de signos, de manifestaciones de la cultura posmoderna, citaré una fácilmente reconocible:
- El vaciamiento conceptual de las palabras. Singularmente de aquellas que nombran valores fundamentales.
Se trata del ejercicio sistemático de alterar o neutralizar la naturaleza de los valores, de las ideas que han venido informando la cultura, mediante la manipulación torticera de las palabras que las nombran.

Sin duda, el catálogo de signos, de manifestaciones propias de la posmodernidad, no se agota en los relacionados. Pero son suficientes para entender su naturaleza y permitir reconocerla en el día a día.

Posiblemente al paciente lector que haya llegado hasta aquí le asalten dudas sobre lo expuesto. Que piense que determinadas afirmaciones no “encajan” con el devenir de nuestra sociedad, de esta sociedad cada día más inequívocamente informada por la posmodernidad.

Se tratan de aparentes contradicciones que conviene dilucidar.
Como ya quedó indicado, la primera y principal de la contradicciones de la posmodernidad está en la base misma de su naturaleza; la afirmación categórica de la negación de toda categoría.
Si, en un principio, la modernidad pretendía “razonar la Verdad”, rescatarla del ámbito de la fe (que igualaron a “superstición”, mediante esa manipulación torticera de las palabras a que antes nos referíamos), “humanizarla” desasiéndola de Dios para anclarla en la Razón, pero sin negarla; la posmodernidad se afirma dogmáticamente en la negación de todo dogma, de la Verdad misma, incluso de toda Razón. Queda sólo el acto de voluntad. La “verdad” es, para la posmodernidad, lo que queramos que sea. Es más, la “verdad” es para cada cual lo que en cada momento y circunstancia cada cual quiera que sea. “Así es, si así os parece”, según el conocido aforismo.
Pero, en tal afirmación, la posmodernidad enuncia su propio dogma.
Así, la tolerancia, la transigencia, la permisividad que se deducen de la negación de la Verdad categórica, cursa irremediablemente en intransigencia, en imposición del dogma negacionista en que la posmodernidad se afirma.
La sociedad posmoderna, que proclama la tolerancia de todo idea, de todo comportamiento, de toda creencia, deriva inevitablemente a la persecución del disidente; de todo aquel que afirma el valor categórico de la Verdad, que niega el relativismo, que repudia el valor homónimo de lo diferente, de lo opuesto.
Esta persecución la practica de forma implacable. Utiliza todas las armas a su alcance; la burla, la descalificación, la difamación, la exclusión social, la deportación intelectual y cultural…, cualquier medio que garantice la anulación del disidente.
Con esto se entiende la persecución obsesiva contra la Iglesia Católica. Se entiende, incluso, la aparentemente contradictoria “alianza” con el islamismo; en tanto promueve así, frente al catolicismo, “otra verdad” distinta pero homónima, equivalente, que vienen a neutralizarse mutuamente.
Se entiende, desde luego, la persecución sistemática de la afirmación de todo valor categórico, la sordina de todo pensamiento ajeno al negacionismo voluntarista en que la posmodernidad consiste. La exclusión, el acallamiento de toda voz, de toda expresión cultural, intelectual o artística de cualquier orden que cuestione el dogma posmoderno es sistemáticamente ejercida por sus agentes en lo que sin duda es una auténtica y gigantesca “deportación” cultural.

Resulta que la posmodernidad sólo tiene dos caminos: el caos o el totalitarismo.
La aplicación fiel del dogma posmoderno imposibilita, como dejé dicho más arriba, la construcción de cualquier proyecto colectivo. Conceptualmente rotas las bases de toda comunión de valores, la sociedad deriva a un mero conglomerado invertebrado de núcleos sociales inconexos, cuando no opuestos, que sin finalidad común se interrelacionan estéril y desordenadamente.
La deriva natural de tal escenario no es otra que el caos.
Sólo la imposición de su dogma, la afirmación del “voluntarismo” como única fe social, puede otorgar a la posmodernidad la cohesión que toda sociedad reclama.
Afianzada la fe de la posmodernidad, no en la Verdad, no en la aceptación de categorías permanentes de razón que a todos conciernen, que sobre todos imperan; sino en la voluntad ungida como única “verdad”, se abre inevitablemente el camino de la arbitrariedad en la que el totalitarismo consiste cabalmente.
Entre el caos y el totalitarismo inevitablemente elegirá (ya ha elegido) este último.

Pero, ¿no hay alternativa?.
No faltan voces que, por encima de la sordina impuesta por los agentes de la posmodernidad, alertan sobre la deriva de esta.
La mayoría de estas voces críticas propugnan la depuración de lo que, a su juicio, es desviación indeseable de la modernidad. Como si exclamasen, al igual que Ortega y Gasset en su día, “no es esto, no es esto”, vienen a propugnar la vuelta a la ortodoxia modernista.
Sin entender que la posmodernidad no es más que consecuencia necesaria de la modernidad, patrocinan la vuelta al racionalismo humanista en que esta consiste. Tal cosa no sería más que repetir el mismo cardinal error del que la postmodernidad trae finalmente causa; la humanización desacralizada de la Verdad, origen necesario de todo relativismo.

No. Volver a la modernidad no es alternativa, sólo es volver a empezar lo ya concluido. La modernidad está siendo devorada por su propia hija como la hembra de la mantis devora la cabeza del macho mientras se aparean.

Si, como es lo cierto, del relativismo deducido de la desacralización de la Verdad trae causa el voluntarismo dogmático en que la posmodernidad consiste; volver a aquel no puede significar más que repetir la historia.

La alternativa sólo es posible desde la ruptura de aquel discurso en su misma base. Desde la afirmación de la naturaleza sacra de la Verdad que, en tanto criterio permanente de Razón, a todos concierne, a todos obliga, sobre todos impera.
Liquidada la arbitrariedad voluntarista, recuperado el gusto por la norma, restablecido el orden natural de las cosas, se abrirá el amplio horizonte de una humanidad libre y solidaria.
Sin duda nunca como hoy es necesario afirmar como valores informadores del edificio social, los mismos propuestos en su día por José Antonio Primo de Rivera: Autoridad, Jerarquía y Orden.

Para terminar, propongo al paciente lector la audición de otra conocida, popular y “amable” canción. Encuentre cada cual los valores posmodernos que incorpora y, a la vez, transmite en mensaje casi subliminal. Un claro ejemplo del modo en que los valores de la posmodernidad penetran en nuestras conciencias.
http://www.youtube.com/watch?v=EEt-XcqQz4A

*(Nota: Excepcional artículo de nuestro camarada "Deolavide", al que Dios guarde muchos años para el bien de nuestra Patria.)

3 comentarios:

Deolavide dijo...

Gracias, camarada, por tu condescendiente comentario.

Francisco Pena dijo...

Más que condescendencia, camarada, es un acto de estricta Justicia....

Y no sigamos echándonos flores porque los lameculos de siempre van a pensar que somos de la otra acera....

Un abrazo y AE.

Deolavide dijo...

Sea.