“No penséis que vine a traer paz sobre la tierra; no vine a traer paz, sino espada”
(Mateo 10, 34)
(Mateo 10, 34)
Tal vez sea en parte culpa de la Iglesia Católica el hecho de que la comunidad de los mortales sigan creyendo que los santos son aquellos individuos extraños con cara de iluminados y que siempre o casi siempre tienen su mirada absorta en el más allá y coronados por una aureola más o menos elíptica.
Pero tal apreciación, amén de pueril, es ciertamente falsa.
Claros y rotundos ejemplos hemos tenido a lo largo de la historia de la Cristiandad en que los santos del Altísimo, lejos de ser seres extraños o iluminados, más bien eran individuos/as “vulgares”, humildes, que, incluso con defectos, eran capaces de sacar lo mejor de sí mismos, aún a costa de la recalcitrante opinión y oposición de la mayoría.
Se trata, eso sí, de excepciones a la regla y, en consecuencia, de seres extraordinarios pero que aceptan, sin quejarse, el deber que les corresponde.
Y cuando alguien asume un deber, lo hace con el convencimiento de que ha de llevarlo a cabo hasta el final, aún a costa de la oposición, persecución y potencial martirio.
Porque, no nos engañemos, al contrario de otras manifestaciones religiosas y/o políticas, el creyente católico, lejos de sacrificar la vida de los demás, de sus prójimos, por el contrario, como último tributo para con éstos, expone su propia vida, sacrificando su futuro al devenir caprichoso del destino, pero siempre con el norte de la conquista cierta de la Verdad y la Justicia.
Y ése es, precisamente, el signo distintivo de aquéllos que buscan el bien común y no el capricho o la satisfacción personal.
Pero este signo distintivo, lejos de suponer un galardón inmediato, procura un tortuoso camino en el devenir vital de aquél que libre y gozosamente ha optado, después de aceptar su destino, por la lucha sin cuartel contra la farsa, la injusticia y la idolatría.
En muchas ocasiones se han acentuado, entre otras, las virtudes de la paciencia y de la humildad como signos distintivos de aquéllos que buscan la Verdad, como auténticos emblemas de la santidad.
No voy a ser yo, por supuesto, quien niegue tal verdad, Dios me libre, pero es cierto, sin embargo, que tanto una como otra virtud, por no hablar de otras no menos dignas de mención, lejos de entenderse e interpretarse en sus justos términos, en reiteradas ocasiones se les ha otorgado más un rasgo de infantil beatería que de auténticas virtudes teólogo-santificantes.
Ni la paciencia, ni la humildad, como tampoco el resto de las virtudes cristianas, obstan la necesidad de un espíritu combativo y sacrificado.
Es más, lejos de la común y vulgar interpretación, la auténtica dimensión de aquéllas sólo puede entenderse desde la lucha radical y extrema por la conquista segura de los valores perennes que han de guiar y distinguir a toda civilización que se precie.
Por ello, cuando se desvirtúan tales valores, cuando se obvia lo sustancial, cuando se rechaza lo evidente, cualquiera de las virtudes antedichas se han de transformar en auténticas armas arrojadizas que hieran profundamente el alma e, incluso, la piel sensible de los que, bien por error, bien por convicción mal entendida, se oponen a todo aquello que debe servir de sustrato incuestionable de lo que ha de ser una sociedad sana y justa.
Al igual que un padre, por puro acto de amor, primero reprende y luego orienta a sus hijos, aquéllos que han devenido depositarios de la virtud del cumplimiento inexorable de un deber, deben adoptar todas aquellas medidas que sean necesaria para alcanzar el bien común, aún a costa de ciertos, aunque menores, sacrificios.
¿Es acaso lícito callar ante la ignominia del aborto?
¿Existe algún orden humano que pueda exigir silencio ante tamaño y pavoroso crimen?
Nada ni nadie tiene potestad sobre la tierra para hacer callar a alguien que proclama una injusticia, como tampoco ninguno de nosotros podemos desviar la mirada o tapar los oídos ante cualquier acto criminal, injusto o aberrante.
Es por ello que, si bien es loable y aconsejable alzar la cruz como símbolo de la Fe en la que creemos y comulgamos, en igual medida no podemos dejar de blandir con la otra mano el arma que durante siglos ha acompañado y auxiliado a las conquistas más gloriosas de España para la Cristiandad.
En los últimos años estamos asistiendo a un progresivo y cada vez más furibundo ataque contra los católicos y, en general, contra todos aquellos valores que necesariamente son irrenunciables para toda sociedad que se precie civilizada.
Cuando desde el poder se nos exige callar, es precisamente ahora cuando nos corresponde rebelarnos y contraatacar.
Sólo el decidido paso al frente frenará al enemigo.
Sólo la voluntad de acción resuelta de unos pocos garantizará el éxito de nuestra empresa.
Después de haber intentado destruir a la Iglesia desde sus cimientos, ahora creen que están en condiciones de socavar los de una civilización que se sustenta sobre unos pilares que han tardado dos mil años en edificarse.
Pero, ciertamente, están muy equivocados.
Tanto en un caso como en otro, la resistencia y contraataque de los tenaces, de los “santos”, garantizará el triunfo definitivo sobre los bastardos.
Pero, no nos engañemos. Las buenas palabras son importantes, pero la reacción exige el uso de, al menos, la misma fuerza que emplean los enemigos.
Con la espada, pues, lucharemos sin cuartel…..con la cruz, seguro, tendremos la victoria.
Pero tal apreciación, amén de pueril, es ciertamente falsa.
Claros y rotundos ejemplos hemos tenido a lo largo de la historia de la Cristiandad en que los santos del Altísimo, lejos de ser seres extraños o iluminados, más bien eran individuos/as “vulgares”, humildes, que, incluso con defectos, eran capaces de sacar lo mejor de sí mismos, aún a costa de la recalcitrante opinión y oposición de la mayoría.
Se trata, eso sí, de excepciones a la regla y, en consecuencia, de seres extraordinarios pero que aceptan, sin quejarse, el deber que les corresponde.
Y cuando alguien asume un deber, lo hace con el convencimiento de que ha de llevarlo a cabo hasta el final, aún a costa de la oposición, persecución y potencial martirio.
Porque, no nos engañemos, al contrario de otras manifestaciones religiosas y/o políticas, el creyente católico, lejos de sacrificar la vida de los demás, de sus prójimos, por el contrario, como último tributo para con éstos, expone su propia vida, sacrificando su futuro al devenir caprichoso del destino, pero siempre con el norte de la conquista cierta de la Verdad y la Justicia.
Y ése es, precisamente, el signo distintivo de aquéllos que buscan el bien común y no el capricho o la satisfacción personal.
Pero este signo distintivo, lejos de suponer un galardón inmediato, procura un tortuoso camino en el devenir vital de aquél que libre y gozosamente ha optado, después de aceptar su destino, por la lucha sin cuartel contra la farsa, la injusticia y la idolatría.
En muchas ocasiones se han acentuado, entre otras, las virtudes de la paciencia y de la humildad como signos distintivos de aquéllos que buscan la Verdad, como auténticos emblemas de la santidad.
No voy a ser yo, por supuesto, quien niegue tal verdad, Dios me libre, pero es cierto, sin embargo, que tanto una como otra virtud, por no hablar de otras no menos dignas de mención, lejos de entenderse e interpretarse en sus justos términos, en reiteradas ocasiones se les ha otorgado más un rasgo de infantil beatería que de auténticas virtudes teólogo-santificantes.
Ni la paciencia, ni la humildad, como tampoco el resto de las virtudes cristianas, obstan la necesidad de un espíritu combativo y sacrificado.
Es más, lejos de la común y vulgar interpretación, la auténtica dimensión de aquéllas sólo puede entenderse desde la lucha radical y extrema por la conquista segura de los valores perennes que han de guiar y distinguir a toda civilización que se precie.
Por ello, cuando se desvirtúan tales valores, cuando se obvia lo sustancial, cuando se rechaza lo evidente, cualquiera de las virtudes antedichas se han de transformar en auténticas armas arrojadizas que hieran profundamente el alma e, incluso, la piel sensible de los que, bien por error, bien por convicción mal entendida, se oponen a todo aquello que debe servir de sustrato incuestionable de lo que ha de ser una sociedad sana y justa.
Al igual que un padre, por puro acto de amor, primero reprende y luego orienta a sus hijos, aquéllos que han devenido depositarios de la virtud del cumplimiento inexorable de un deber, deben adoptar todas aquellas medidas que sean necesaria para alcanzar el bien común, aún a costa de ciertos, aunque menores, sacrificios.
¿Es acaso lícito callar ante la ignominia del aborto?
¿Existe algún orden humano que pueda exigir silencio ante tamaño y pavoroso crimen?
Nada ni nadie tiene potestad sobre la tierra para hacer callar a alguien que proclama una injusticia, como tampoco ninguno de nosotros podemos desviar la mirada o tapar los oídos ante cualquier acto criminal, injusto o aberrante.
Es por ello que, si bien es loable y aconsejable alzar la cruz como símbolo de la Fe en la que creemos y comulgamos, en igual medida no podemos dejar de blandir con la otra mano el arma que durante siglos ha acompañado y auxiliado a las conquistas más gloriosas de España para la Cristiandad.
En los últimos años estamos asistiendo a un progresivo y cada vez más furibundo ataque contra los católicos y, en general, contra todos aquellos valores que necesariamente son irrenunciables para toda sociedad que se precie civilizada.
Cuando desde el poder se nos exige callar, es precisamente ahora cuando nos corresponde rebelarnos y contraatacar.
Sólo el decidido paso al frente frenará al enemigo.
Sólo la voluntad de acción resuelta de unos pocos garantizará el éxito de nuestra empresa.
Después de haber intentado destruir a la Iglesia desde sus cimientos, ahora creen que están en condiciones de socavar los de una civilización que se sustenta sobre unos pilares que han tardado dos mil años en edificarse.
Pero, ciertamente, están muy equivocados.
Tanto en un caso como en otro, la resistencia y contraataque de los tenaces, de los “santos”, garantizará el triunfo definitivo sobre los bastardos.
Pero, no nos engañemos. Las buenas palabras son importantes, pero la reacción exige el uso de, al menos, la misma fuerza que emplean los enemigos.
Con la espada, pues, lucharemos sin cuartel…..con la cruz, seguro, tendremos la victoria.
¡Amén!
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