Desde que el Santo Padre, Clemente XII (1730-1740) condenó sin paliativos a la Masonería y sus prácticas, hasta el día de la fecha, ningún Papa ha levantado dicha reprobación o anatema.
Es más, no ha muchos años, allá por el año 1972, Pablo VI, aunque, ciertamente, de manera subliminal, dio a entender que aquélla (la Masonería) se había infiltrado dentro de la Iglesia Católica y más concretamente dentro de su sede romana.
Ignoro el método, aunque suele afirmarse por ex miembros de alguna logia que por aquellas fechas, mediante la infiltración de sacerdotes dentro de la sede Papal que, con el tiempo, sobre todo en la época de Juan Pablo I, alcanzarían gran predicamento entre algunos Cardenales muy allegados al Santo Padre (véase, por ejemplo, el Cardenal Villot), con lo que podrían influir, no ya en las decisiones pontificias, pero sí en la transmisión pública de sus mensajes.
Algunos se preguntarán, ¿qué tiene de malo el hecho de que la Masonería como tal se haya infiltrado en el seno de la Iglesia Católica o hasta qué punto puede llegar a ser negativa su influencia, incluso, fuera del ámbito estrictamente religioso?
El peligro de la Masonería es doble:
1.- Por un lado, su beligerante oposición a todo dogma o aserto inmutable, enfrentándose, desde el principio, mediante una propuesta humanista que, aceptando como consustancial al género humano la comprensible búsqueda de la verdad, pero negando que ésta pueda alcanzarse algún día.
En este “iter” sólo aceptan decisiones o afirmaciones provisionales que, en todo caso, serán eternamente relativas en tanto y en cuanto llevan al estudio de la verdad, pero que nunca aceptarán la Verdad.
Frente, pues, al “absolutismo dogmático” (entiéndaseme en sus justos términos) que propone la Iglesia Católica, la Masonería propone el “relativismo iniciático” o la continua búsqueda, aunque infructuosa, de la verdad.
Resulta, no obstante, curioso que el propio postulado último de la Masonería, cual es que la Verdad, como tal, no existe, sino la mera verdad, no deja de ser, en realidad, un dogma.
2.- Por otro lado, el “discretismo” u oscurantismo de su mensaje y comportamiento.
Aunque los masones niegan que sus postulados y comportamientos sean secretos, no niegan, sin embargo, su carácter, como así lo autodefinen, “discreto”.
Frente a tal actitud, por el contrario, la Iglesia Católica proclama abiertamente el mensaje de Salvación, al que todos tienen acceso, sin que nadie esté limitado a su conocimiento y aceptación.
¿Qué sentido tiene, pues, dicho carácter, llamémosle, “discreto”?
¿Qué razón se puede aducir para ocultar la plenitud del mensaje que afirman poseer y ocultan con tanto ahínco?
Antecedentes de persecuciones son los aducidos, sin embargo, contrariamente a tan falsa argumentación, hay que afirmar que, aún cuando campaban a sus anchas en la Francia revolucionaria, siguieron manteniendo tan actitud.
En consecuencia, ése no es, en realidad, el motivo de tal “discrecionalidad”.
Sólo puede haber un motivo: que el fin perseguido no es del todo lícito o, al menos, moral.
Dicho lo anterior, la pregunta que surge en este momento es si la Masonería, como tal, debe ser aceptada y respetada como una doctrina más.
En principio, me atrevería a afirmar que sí.
El problema surge cuando la Masonería no se limita a formular una mera tesis especulativa, sino que pretende ir más allá e influir, aún contra la voluntad del ser humano, en su vida, su familia, su trabajo e, incluso, limitar sus propias creencias y convicciones morales.
No voy a entrar es esta disertación en los complejos mecanismos políticos, jurídicos y económicos que hoy son el resultado de una ardua y discreta tarea que, a lo largo de los últimos decenios, cientos y cientos de “obreros” han venido tejiendo a lo largo y ancho de este mundo que nos ha tocado vivir.
Pero lo cierto es que resulta sospechoso que ciertas instituciones y gobiernos, machaconamente, lancen continuamente el mensaje de la necesidad de crear un “Nuevo Orden Mundial”.
Porque, no nos engañemos, este mensaje no es de ahora, ya ha tiempo que se viene introduciendo sutilmente en el seno de las sociedades, de las instituciones y de los medios de comunicación.
Pero resulta más que evidente que para plantear y alcanzar dicho fin, las fuerzas promoventes, necesariamente, deben estar unidas, pues, de lo contrario, la apuesta por el fin propuesto, deviene en seguro fracaso.
Y este fracaso, con el tiempo, se ha demostrado que no existe.
Luego, si al día de hoy, todo el mundo acepta la necesidad de reconocer, defender y alentar un Nuevo Orden Mundial, basado en una economía global y en una dirección política “concertada”, resulta más que evidente que, al menos, los que están de acuerdo tienen algo más en común que el don de la mera oportunidad.
Así, si hay algo que define al pensamiento masón, al pensamiento “discreto” es la palabra “sincretismo”.
Para muchos, dicho término puede resultar atractivo, sobre todo si lo tomamos desde el punto de vista positivo; es decir: conciliación, concordancia, armonía.
Pero no podemos olvidar que dicho término, al igual que nuestros amigos masones, tiene un lado oscuro.
Y este lado oscuro se refleja en el hecho de que para “conciliar”, en muchos casos, hay que renunciar.
La Masonería, pues, es enemiga de la Iglesia Católica, en la medida de que niega cualquier dogma de Fe, en la medida de que sólo acepta un Dios abstracto, no personal, que puede adaptarse a todo y a todos, pero que sólo se tiene en cuenta en la medida en que nos beneficia y nos satisface; en definitiva: en la medida en que satisface nuestro egoísmo.
En la medida, pues, que Dios mismo se somete a nuestra voluntad.
Por ello, proponen una religión “consensuada”, en la que tanto agnósticos, como ateos, como creyentes, sean del credo que sean, acepten una “idea” de Dios, unos mínimos sobre los que sustentar un “nuevo orden moral”.
Se propone, asimismo, un “nuevo orden político”, en el que las mayorías, convenientemente alentadas y adoctrinadas, decidan lo que es justo o injusto, bueno o malo, cierto o falso.
Se sustenta dicho sistema en un gigantesco entramado de medios de comunicación que, curiosamente, aunque discrepan en lo anecdótico, concuerdan en lo sustancial.
Se propone, asimismo, un nuevo orden moral, en el que el hombre sea el auténtico protagonista, pero en la medida de que sus egoísmos y sus caprichos son debida y cumplidamente satisfechos.
Así, por ejemplo, se afirma que el aborto no es un ideal método anticonceptivo (en realidad, contraconceptivo, aunque utilizan aquel eufemismo), pero, como “mal menor”, y en determinadas circunstancias, cada día, por cierto, diferentes y progresivamente más laxas, sería comprensible y hasta necesaria su regularización y práctica.
Y, por último, y no por ello menos importante, se propone un consenso en materia económica.
¿Cuál es la mejor manera de superar las diferencias teóricas?
Bien sencillo, sintetizar, ya voluntariamente o no, lo comúnmente aceptado, de sus respectivos postulados.
Así, hoy, curiosamente, nadie o casi nadie cuestiona el Capitalismo, aunque, eso sí, con matices.
¿Solución?: Se aceptan parte de los matices, con la condición de que aceptemos la regla general de la tesis.
Hoy cuando todos se esfuerzan por “reconstituir” el Capitalismo, incluso por sectores, hasta no ha mucho, ciertamente beligerantes con aquél, al menos desde el punto de vista teórico, nada ni nadie se opone a la constitución de un “Nuevo Orden Económico” basado en el imperio del Capital, que alcanza también a los, hasta ahora, reticentes, a cambio de una Ley cuya letra sea “políticamente correcta”, aunque en su espíritu sea realmente burda, grosera.
Cuando, en su día, criticamos el proyecto de “Constitución Europea”, no lo hicimos por lo que, aparentemente, dijese, sino por lo que, en realidad, no decía, sino que ocultaba.
Y ésa y no otra, es la nueva filosofía de las clases dirigentes, ésas que con el tiempo han sido nutridas de amigos de la Fraternidad, ésas que venden un Nuevo Orden basado en una apariencia hermosa, pero que encierra un espíritu falso.
El fin último, señores, no nos engañemos, es el dominio absoluto del ser humano y de todos sus potenciales, hasta quedar reducidos a ser esclavos de una nueva casta de “hombres nuevos” que, con el tiempo, se repartirán los beneficios, mientras que los demás, nosotros, el resto de los mortales, nos limitaremos a mirar impávidos, por imposibilidad de réplica, mientras que, voluntaria o involuntariamente, nos doblegamos a su voluntad.
Es por ello que lo que un día fue una condena moral, una condena a la pena de excomunión, fue, en realidad, un aviso que se nos dio por parte de la Iglesia Católica al resto de los mortales, católicos y no católicos, para que nunca nos dejásemos doblegar por aquél que, aunque aparenta amarnos, en el fondo, por envidia, nos odia.
Creo, espero, que todavía estemos a tiempo.
En todo caso, yo y otros muchos, por si acaso, ya hemos cumplido con nuestra obligación.
"Pax vobis cum"