Ahora que está tan de moda reivindicar eso del Estado de Derecho, algo de lo que todo el mundo habla pero nadie tiene ni puñetera idea de lo que es, resulta significativo que, a la hora de constreñir o limitar la libertad del culpable o sancionar al que es causa de todos o parte de los males, se opte siempre por el más débil o, seguro, que menos responsabilidad tiene.
Ahora que tanto se habla del principio de presunción de inocencia o de la tan cacareada proporcionalidad de la pena por el delito presuntamente cometido, resulta que, con independencia de la ingenuidad del inocente, el resultado, a la postre, es el castigo deferido de la masa.
O dicho con otras palabras: Unos son los causantes del problema y otro u otros son los que pagan el pato.
No pretendo entrar a debatir quién es o no es el responsable de la situación actual, tanto desde el punto de vista político como económico, que para el caso es lo mismo.
Como tampoco pretendo echar por tierra los ríos y ríos de tinta que se han vertido sobre esta crisis o supuesta crisis que, en realidad, no es más que la consecuencia lógica de la ilógica de la sinrazón política y económica.
Lo único que pretendo, dentro de mi humilde condición de tontito, no ajeno, no obstante, a la generalidad imperante, es dejar claro que, al final, pase lo que pase, pese a quien pese, siempre acaban y acabarán, si Dios no lo remedia, pagando los mismos.
Ignoro, porque no soy economista, cuál es el origen de todo este desaguisado.
Ni siquiera soy juez ni parte, tan sólo un mero espectador en mayor o menor medida afectado por las consecuencias de la impericia, tal vez mala fe, de los teóricamente responsables de nuestro sino como pueblo y como Patria.
Pero como simple ciudadano de a pie me resulta muy difícil llegar a comprender como es posible que sin haber participado en toma de decisión alguna, ni siquiera para transmitir opinión, ni haber metido las manos o el hocico en caja alguna, ya pública ya privada, se me puede condenar sin juicio previo, y sin tan siquiera haber sido escuchado, a ser un mero co-sufridor con el resto de la masa imberbe.
Pero lo más sorprendente de todo ello, no es ya la falta de desacuerdo o discordantes voces por parte de la masa informe de dormilones patrios, sino la mayoritaria y pasiva conformidad con la clase política vigente.
De la izquierda española, tradicional pedigüeña y parásita del poder reinante, se puede esperar más bien poco, a salvo lo que siempre han promovido y practicado, cual es el tiro en la nuca o la algarabía imaginaria.
De la derecha ramplona y conformista, sólo es previsible deducir que nada la moverá mientras no sea removida, es decir, mientras no le toquen el bolsillo.
Y de las potenciales alternativas, nada más que opinar, porque si existen o en algún momento existieron, andan más atareadas en maquillar su pasado o inventarse un futuro.
Y mientras, del pueblo llano, tontito ya de por sí, y más ahora que ha pasado por el aro de nuestra insigne clase política y económica, poco o nada se puede ya esperar.
Habiendo ya asumido su humilde condición de felpudo, acostumbrado desde hace mucho tiempo a ser el limpiabotas del que le aplasta la dignidad, ya nada puede impulsar su otrora valor y orgullo beligerante, sobre todo cuando éste se limita al fútbol de los domingos o a las domingas de la vecinita del cuarto.
Sobre nuestros retoños, futuros padres de la Patria, si es que queda, poco o nada se puede esperar, pues lo poco de dignidad que podamos transmitirles, en breve plazo se diluirá por las alcantarillas de los medios de comunicación.
Y dicho lo anterior, ¿cómo podré, dirán ustedes, terminar este articulito sin caer en el más rancio pesimismo y justificar, a la postre, mis más que abultados estipendios que me suelta mensual y espléndidamente la dirección de esta nuestra muy amada periódica publicación?.
Pues bien sencillo, apelando, rogando, a lo único que nos queda: la esperanza de que la Divina Providencia, no ya nos ilumine, aunque nada es imposible para el Creador, sino que, al menos, nos allane el camino para evitar caer por la provocada pendiente de nuestro futuro.
Porque, sinceramente señores, nada más es posible esperar, a salvo apelar a la esperanza irracional, pero no por ello menos efectiva y legítima, que nos da la Fe en la que creemos aquéllos que, lejos de participar en impúdicas orgías parlamentarias o comulgar con el dolo de nuestros gobernantes, nos limitamos a ser meros espectadores-sufridores de la pestífera realidad que nos rodea.
Aceptar, como el pueblo llano hace, ser reo de un delito no cometido, sería propio de estúpidos. Y como tal no me considero, al menos por ahora, me niego a colaborar en tan injusta e indefectible consecuencia, cual es aceptar que la víctima del crimen sea a la postre el reo de la traición.
Sin duda alguna no puedo opinar por los demás, como tampoco puedo ni debo pretender alzar la voz o los brazos por aquellos que no quieren ser defendidos, allá ellos.
Pero, al menos, permítaseme, mientras pueda mantener mi voz discordante frente a la infamia y el deshonor que supone que el criminal acabe pisando la cabeza de la víctima, dejar negro sobre blanco escrito cual es mi parecer sobre aquello que no debería ser, al menos en un supuesto y teórico Estado de Derecho.
Ahora que ya se han invertido los valores, las presunciones y la razón, ahora, precisamente, que el pueblo asiste atónito, aunque exánime, al juicio de su propio destino, ahora, justamente, es cuando se nos exige un plus de manumisión frente a la clase parásita y mentirosa.
Porque la primera revolución que ha de imponerse, no es ya la conquista de unos logros sociales o de un espacio más democrático de debate, sino la reconquista de la esencia y existencia misma del pueblo español.
Habiéndose perdido ya el norte de su virtud, de su identidad y de su orgullo, corresponde primero devolver al pueblo lo que legítimamente le corresponde: su identidad y capacidad de decisión plena.
Sin tal primaria revolución, huelga hablar de derechos, libertades o de la existencia del Estado mismo.
Porque sin un pueblo que tenga el más mínimo hálito de vida, cual es hoy por hoy el inexistente pueblo español, carece de sentido edificar nada porque ya nada podrá edificarse.
Urge, en consecuencia, devolverle al pueblo su dignidad.
Urge, así, dotarlo de los instrumentos propios de su naturaleza y condición.
Urge, en definitiva, hacerle entender que por sí mismo puede retomar las riendas de su propio devenir, sin que nada ni nadie puede imponer o proponer obstáculo alguno a su libre auto-concienciación y realización.
Si algún obstáculo ha de removerse, necesariamente habrá que empezar por el primero y más inicuo cual es el de esta clase política dirigente, que oprime y esclaviza a un pueblo cada día más inanimado y conformista.
Porque ella, precisamente, es la que debe ser imputada por la comisión de tantos males y desmanes, de tantos actos y omisiones, de tantos oprobios e injusticias.
No es justo que el pueblo sea el reo, el imputado, el que haya de pagar por todo aquello en lo que no participó y por todo aquello que sufrió.
Lo justo, pues, lo estrictamente ecuánime, será condenar a los que han ejercido el poder que nos ha llevado a este desmán irrefrenable de desgracias, miserias y desesperanza.
Francisco Pena