Si bien es cierto que no soy imparcial, no obstante intento comprender los argumentos que los demás esgrimen con respecto a temas tan significativos como el aborto o la eutanasia.
Y, precisamente, hablando de esta última, todavía no llego a entender ciertos aspectos de su justificación.
Se afirma, se argumenta, que la eutanasia o auxilio al suicidio es una vía moralmente admisible en la medida que se fundamenta en un supuesto derecho a morir dignamente y, por lo tanto, en un derecho a decidir libre y arbitrariamente sobre el destino de la propia existencia del paciente.
O dicho de otra manera: Se afirma, sin ningún género de dudas, que el paciente que solicita la práctica de dicho auxilio mortal tiene libre disposición sobre su propio cuerpo, sobre su vida y el derecho a condicionar la autonomía de la voluntad de los demás.
Algunos podrá excepcionar que la eutanasia, en realidad, no es un axulio al suicidio, pero tal argumentación decae por su propio peso en la medida que la incapacidad de uno condiciona la decisión de otros o si se prefiere: nadie que pueda disponer por sí mismo de su propia existencia exige el auxilio de los demás.
Si bien es cierto que no creo en la existencia de un derecho a la libre disposición sobre la propia vida, sin embargo, mi oposición no se fundamenta exclusivamente en criterios morales, sino, además, mortales.
Porque no puede pretenderse convencernos de que tenemos una supuesta libre disponibilidad sobre nuestra existencia, cuando no somos capaces de predecir cuándo vamos a fenecer o, tan siquiera, cómo y cuándo vanos a sufrir una enfermedad.
Afirmar pues que tenemos libre disponibilidad sobre nuestro cuerpo cuando ni siquiera podemos asegurar nuestra propia existencia un segundo después, carece de fundamento lógico y científico, a salvo que uno pretenda hacernos creer y/o convencerse a sí mismo, que somos tan ominpotentes que podemos disponer del factor tiempo.
Incierto, pues, que tengamos un derecho primigenio a la libre disonibilidad de nuestro cuerpo y, por ende, de nuestra existencia.
Dicho lo anterior, resulta consecuente que si nosotros mismos no podemos acreditar tal disponibildiad, mucho menos podemos pretender que tal disponibilidad pueda ser ejercitada por terceras personas que, aunque sea accidentalmente, puedan tener en un momento determinado nuestro placet a la hora de practicar una acción mortal.
No voy a entrar a valorar la supuesta buena fe de aquellos que defienden la eutanasia y, sobre todo, la bondad de la acción directa sobre el paciente, pero sí me gustaría significar que sus argumentaciones, lejos de identificarse con comportamientos caritativos, más bien entrarían dentro del ámbito paliativo, que no es lo mismo.
O si se prefiere: la caridad consiste en acompañar al que sufre, no en agotar su sufrimiento.
Por otro lado, se argumenta que el padecimiento, el sufrimiento, lejos de ser digno es más indigno que la supuesta muerte digna y que, por lo tanto, es más honorable, más acorde con la naturaleza humana y su condición, acortar la existencia que vivirla, con todas sus consecuencias, hasta el final.
Pero me temo que tal argumentación, lejos de ser una manifestación estoica es más bien una manifestación débil y deformada sobre la auténtica y real condición humana.
Porque, entonces, ¿dónde está el, dicen, instinto o, tal vez, espíritu de supervivencia?
¿Cómo es posible aceptar desde la dignidad o, si se prefiere, desde la orgullosa y suprema condición humana, la volatilidad de una condición tan sustancial al ser vivo cual es la afección hacia la conservación del último hálito de vida?
No siendo, pues, acorde con la naturaleza humana o, si se me apura, incluso con la naturaleza meramente animal, con la que compartimos más que algún que otro rasgo primigenio, resulta inadmisible como argumento dignificante de la condición humana.
Pero, a mayor abundamiento, en último término, los argumentos equivocados suelen caer por su propio peso cuando los confrontamos con hechos reales; hechos, al fin y al cabo, que son los que deben ser el objeto último de las divagaciones intelectuales.
Resulta así curioso que, precisamente, lo defensores de la tesis de la eutanasia, que argumentan que, en último término, hay que respetar la voluntad del individuo, por el contrario se muestren beligerantes cuando se les postula sobre el potencial derecho de cualquier individuo, no sujeto a enfermedad necesariamente mortal, a decidir libremente atarse una soga al cuello y/o arrojarse desde una azotea al vacío.
¿Por qué en este caso postulan a favor de la estrategia del convencimiento al que se supone, no se por qué, enajenado, y no, por el contrario, del moribundo que, ignoro el motivo, se le presupone plenamente cuerdo?
¿En qué difieren, pues, ambas decisiones de privarse la vida si, al fin y al cabo, como afirman, ambos tienen derecho a morir libre y dignamente?
Es que señores, para algunos, el enfermo desahuciado, más que un ser humano es un estorbo.
Y los estorbos, al igual que se hace con los concebidos y no nacidos o con los que, supuestamente, van a nacer con alguna deficiencia, es más fácil eliminarlos que soportarlos.
Y si, para colmo, resulta más económico.....mejor que mejor......¿verdad?
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