AQUÍ NO HAY NEUTRALIDAD

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viernes, 30 de mayo de 2008

EL ABORTO COMO MÉTODO DE EXPLOTACIÓN IMPERIALISTA


1.-Un estudio de 1996, realizado por Ermenegildo Spaziante, miembro de la Sociedad Italiana de Bioética y publicado por la Universitá Cattolica del Sacro Cuore de Roma, fijaba en 38.896.000 el número anual de abortos en el mundo (casi 110.000 diarios). Por poco sensibilizado que esté uno hacia el tema, no puede negarse que se trata de un hecho sin igual en la historia de la especie humana y adquiere tintes de genocidio universal. Por ello, debe evitar acometerse con puntos de vista estrechos y reduccionistas que dejen el tema envuelto en brumas parciales.
Y es que el problema del aborto en el mundo, por más que así se nos presente por quienes lo defienden, excede con mucho el problema de la liberación de la mujer. De hecho, los fetos desechados pertenecen a ambos sexos; más aún: suele tenderse, al menos en el Tercer Mundo, a que pertenezcan mayoritariamente al género femenino. Como tampoco cabe, en sana lógica, situar una matanza de esta magnitud en el terreno de la revolución sexual, que se nos aparecería como desproporcionadamente cara por grandes que pudieran ser sus beneficios presentes y futuros.
Por eso, consciente de la dificultad de ligar el tema a una dinámica puramente ideológica, todo el orquestado discurso proabortista ha tendido a presentar el tema desde una óptica individual y hasta casuística, buscando propiciar en el ciudadano la sensación de que se trata de un “problema de conciencia” en el que no tiene arte ni parte nadie sino la mujer afectada. No es así, sin embargo; y no hablo aquí -habrá otras ocasiones para ello- de entrar en polémica sobre si el feto es ya un ser humano o no lo es; ni si el varón tiene derecho alguno a intervenir; ni si lo tiene la Iglesia, o la sociedad. El aborto, a nivel mundial, es, por encima de todo, un acto de imperialismo brutal a cuenta de los países ricos sobre los pobres. Y esto, que puede sonar a demagógico, no lo es en absoluto. Veámoslo.
El meollo de toda la política antinatalista del mundo desarrollado sobre el subdesarrollado tiene su punto de origen en el problema de la competencia por mano de obra barata y en el fenómeno de la migración sur-norte, factores por cierto vitales para la industrialización y modernización del Tercer Mundo. Vayamos al segundo: es un hecho que cada año desde hace treinta, un millón de inmigrantes del sur se instala en el norte. Lo es también que el norte no sabe ya cómo hacer creer al sur que la causa de su pobreza es su sobredimensionado crecimiento demográfico. Y parece lógica esta dificultad, pues ¿no es verdad que la densidad de población de, por ejemplo, Japón (325 habitantes por Km2 y 23.000 dólares anuales de renta per cápita) sobrepasa con creces la de la mayoría de los países que se consideran “pobres” (como Tanzania, que con 25 habitantes por Km2 sólo alcanza los 130 dólares de renta per cápita)? Cualquier persona medianamente informada –los países del Tercer Mundo son pobres, pero no tontos- sabe que una adecuada revolución demográfica es un factor esencial para cualquier proceso de promoción y expansión industrial de primera fase. Más población es también más mano de obra –lo que la hace más barata-, y más mercado interior, elementos esenciales ambos para consolidar una mínima infraestructura industrial capaz de abrirse posteriormente a la competencia exterior. Europa, desde luego, tuvo su propia revolución demográfica, desde la inglesa, inaugurada a principios del siglo XIX, a la española, concluida en los años sesenta de nuestro siglo. Recordemos cómo, ya en el siglo XVII y XVIII, nuestros novatores e ilustrados supieron ver en la despoblación que entonces aquejaba a la península una de las causas de la decadencia nacional. Pero también es fácil colegir –y comprobar históricamente- que los beneficios de una expansión demográfica concluyen, e incluso comienzan a revertir negativamente, en el momento en que se alcanza un punto de saturación si ésta no viene acompañada de un cualitativo empujón tecnológico. Europa solventó este problema mediante la emigración: chorros de europeos invadieron durante siglo y medio los continentes vecinos (África, América) y no tan vecinos (Oceanía, Extremo Oriente) hasta descongestionar sus respectivas poblaciones incluso a costa de sustituir a las poblaciones autóctonas en sus lugares de destino. En 1895, sir Cecil Rhodes afirmaba en el Parlamento británico que “para salvar los 40 millones del Reino Unido de una guerra civil funesta, nosotros, los políticos coloniales, hemos de tomar posesión de nuevos territorios para colocar en ellos el exceso de población, para encontrar nuevos mercados en los que vender los productos de nuestras fábricas y de nuestras minas”.
A la vista de esto, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que una parte del Tercer Mundo pagó con la colonización, y hasta con la extinción, el progreso del hombre blanco. Pues bien: el mundo en vías de desarrollo lleva veinte años necesitando del mismo modo, y con la misma urgencia, una descongestión demográfica que le arranque de la miseria y le aparte del peligro –ya peligrosamente constatable- de la guerra civil. El problema está en que, en ese camino, no ha hecho más que tropezar con el primer mundo, que sólo le ofrece parches, pero no soluciones efectivas. En la Conferencia de la Población de El Cairo, de 1994, por ejemplo, los países desarrollados se negaron repetidamente a ampliar sus cuotas de inmigración y a abrir las barreras aduaneras a la importación de productos del sur, tal como pedían los países pobres. En cambio, sí que supieron ofrecer notabilísimas ayudas encaminadas a la “planificación familiar” y, muy especialmente, al aborto. Resulta bien significativo que el presidente Billy Clinton, que no ha tenido empacho en negar al aborto en su propio país la cualificación de “método de planificación familiar”, impidiendo así que sea subvencionado con fondos federales, lo proponga en cambio como tal para el Tercer Mundo. Ya en la Conferencia de Población de Méjico (1984) el mundo rico intentó incluir el aborto en los países en desarrollo como “método de planificación familiar”, siendo rechazada la propuesta. En la de El Cairo se insistiría en las mismas pretensiones, fijando incluso un límite para la población del planeta en 7.270 millones. El promotor de esta “luminosa” idea no es otro que el “Fondo para la Población de la Naciones Unidas”, fundación creada a iniciativa de los Estados Unidos para camuflar sus intereses en las campañas contra la natalidad para el Tercer Mundo.
No es, como digo, demagogia mencionar los intereses que el gigante capitalista tiene a la hora de frenar la expansión demográfica de los países en desarrollo: el mismo Juan Pablo II así lo afirmó en su rotunda y reveladora encíclica Evangelium Vitae, del año 1995, cuando decía que “estamos en realidad ante una objetiva ‘conjura contra la vida’, que ve implicadas incluso a instituciones internacionales”. Como muestra, un botón: el 16 de marzo de 1994, poco antes de la Conferencia de El Cairo, el departamento de Estado norteamericano ordenó a sus embajadas que insistieran a sus gobiernos anfitriones en que los Estados Unidos consideraban el acceso al aborto voluntario un derecho fundamental de todas las mujeres, y, a comienzos del segundo mandato de Clinton, en febrero de 1997, el Congreso de los Estados Unidos aprobó una ley presupuestaria de 385 millones de dólares destinados a la planificación familiar y al aborto en el Tercer Mundo. Simultáneamente, era rechazada una moción del congresista pro-vida Chris Smith que, aludiendo a lo que llamó “imperialismo demográfico”, ofrecía aumentar la partida hasta 713 millones siempre que del programa antinatalista fuera explícitamente excluido el fomento del aborto. Obviamente, las intenciones del presidente Clinton y de sus compañeros de viaje no pasaban por esa exclusión. La razón de ello la dio explícitamente la entonces nueva secretaria de Estado, Madeleine Albrigth, alegando que el control de nacimientos en el Tercer Mundo es pieza fundamental de su política de promoción de los intereses norteamericanos. Algunos otros congresistas supieron ser algo más explícitos y aludieron a la necesidad de reducir la competencia por mano de obra barata en el mercado internacional (ABC, 16-2-97). Pero no se crea que este planteamiento estratégico-defensivo proviene de estos últimos años, o está únicamente representado por Clinton; tiene su origen, más bien, en el famoso “Documento 2000” del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, aprobado el 10 de diciembre de 1974 por el presidente Gerald Ford, documento, como es obvio a tenor de la dureza de su contenido, originariamente secreto, y sin embargo desvelado en 1990 gracias a las presiones de algunos historiadores que supieron invocar con éxito las leyes de secretos oficiales. El documento, textualmente, afirma en algunos de sus apartados:
“Punto 19: Los actuales factores de población en los países menos desarrollados suponen un riesgo político e incluso problemas de seguridad nacional para los Estados Unidos”.
“Punto 30: Los países con interés político y estratégico especial para los Estados Unidos son India, Bangla Desh, Pakistán, Nigeria, México, Indonesia, Brasil, Filipinas, Tailandia, Egipto, Turquía, Etiopía y Colombia (...) El presidente y el secretario de Estado deben tratar específicamente del control de la población mundial como un asunto de la máxima importancia en sus contactos regulares con jefes de otros gobiernos, particularmente de países en desarrollo”.
“Punto 33: Debemos tener cuidado de que nuestras actividades no den a los países en desarrollo la apariencia de políticas de un país industrializado contra países en desarrollo. Hay que asegurar su apoyo en este terreno. Los líderes del Tercer Mundo deben figurar a la cabeza y recibir el aplauso por los programas eficaces”.
“Punto 34: Para tranquilizar a otros respecto de nuestras intenciones, debemos hacer énfasis en el derecho de los individuos y las parejas a decidir libre y responsablemente el número y el espaciamiento de sus hijos, el derecho a recibir la información, educación y nuestro continuo interés en mejorar el bienestar de todo el mundo. Debemos utilizar la autoridad del Plan Mundial de Población de las Naciones Unidas”.
No sabemos si tendrá que ver con aquellas áreas de interés estratégico el hecho de que la primera conferencia de población se celebrase en Méjico, y la segunda en Egipto. Pero sí podemos constatar que el Fondo para la Población de las Naciones Unidas es una de las pocas oficinas de la O.N.U. que ve crecer sus presupuestos cada año, financiados en un 50 % por los Estados Unidos, y el resto por otros países del Primer Mundo. En 1994, por ejemplo, contaba con 246 millones de dólares, más otros 1.000 millones en programas destinados expresamente a frenar la natalidad de los países pobres. Sus actividades se centran en el fomento de la esterilización, la anticoncepción y el aborto en el mundo en desarrollo. Con todo, su más rutilante actuación en los últimos tiempos ha sido la convocatoria de la polémica Conferencia de El Cairo, encaminada en un primer momento a conseguir que los países destinatarios de los programas antinatalistas contribuyesen económicamente al sostenimiento de éstos.
Claro, que no es el Fondo de Población la única institución con que juegan los intereses estratégicos de los Estados Unidos: una gran parte de los famosos 713 millones de dólares que el Congreso norteamericano dedicó en febrero del 97 a la planificación familiar en el Tercer Mundo, habrían de ser encauzados a través de la International Planet Parenthood Federation (I.P.P.F.), una multinacional del aborto fundada a principios de este siglo en Estados Unidos (Brooklin, 1916) por Margaret Sanger a partir de una clínica abortiva. La I.P.P.F., por otro lado, tuvo mucho que ver con la redacción del documento propuesto –y afortunadamente rechazado- en El Cairo. El 31 de marzo de 1994, por ejemplo, I.P.P.F. se jactaba públicamente de que su presidente, Fred Sai, lo era a su vez de la tercera reunión preparatoria de la Conferencia, y de que la delegada de la organización abortista para el hemisferio occidental, Billie Miller, presidía el grupo de O.N.Gs y el comité de planificación. No decía, aunque era de dominio público, que Nafis Sadik, directora por entonces del Fondo para la Población de las Naciones Unidas, había trabajado con anterioridad para la I.P.P.F., lo mismo que el secretario de Estado adjunto para Cuestiones Globales de los Estados Unidos, antiguo director de la I.P.P.F. en Denver. Junto a esa verdadera “multinacional de la muerte”, hay que citar también la Fundación Ford, la Fundación Rockefeller, el Alan Guttmacher Institute, que depende del I.P.P.F., o el Population Council, financiado por el gobierno norteamericano. Pero quizá el más importante instrumento de presión del “lobby” antinatalista sea el Banco Mundial, con su política dirigida a condicionar los créditos a los países pobres al grado de cumplimiento de las directrices marcadas por el Fondo para la Población de las Naciones Unidas. Recordemos que la deuda externa es uno de los más dolorosos cánceres del Tercer Mundo. Mozambique, por ejemplo, tuvo que desembolsar en 1996, por este concepto, el doble de lo que dedicó a educación y salud. Y no caigamos en la trampa –claramente torticera- de culpar del desastre a una nunca demostrada “incapacidad” de esos países para valerse por sí solos o para escapar de la corrupción política. Tengamos en cuenta que durante los años ochenta, según ha desvelado recientemente el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, los tipos de interés para los países pobres fueron en conjunto cuatro veces más elevados que para los países ricos.
Del mismo modo, conviene no olvidar que el problema de la deuda externa tiene orígenes relativamente cercanos, pues se remonta a la crisis del petróleo de 1973. En esas fechas, los grandes bancos mundiales vieron crecer sus fondos por las imposiciones provenientes de los países de la O.P.E.P., que habían acrecentado sobremanera sus ingresos después de cuadruplicar el precio del petróleo, y se lanzaron desaforadamente a una arriesgada política de préstamos sobre los países en desarrollo. Como es natural, éstos recibieron ávidos esta inopinada lluvia de millones, embarcándose en costosos proyectos de renovación y creación de infraestructuras, sin saber, o sin tener en cuenta que, por otra parte, y al mismo tiempo, el aumento del precio del crudo provocaba en el mundo industrializado un galopante proceso inflacionario de difícil solución sino con medidas radicales. En 1979, el gigante norteamericano se veía obligado a un duro ajuste monetario, que fue inmediatamente seguido por todos los otros países del bloque industrializado. La consecuencia para el Tercer Mundo, que vivía –y pagaba sus cuantiosas deudas- de sus exportaciones, no se hizo esperar: en breve plazo, aquellos países que habían contraído débitos a tipos de interés variable –que eran, lógicamente, casi todos- vieron cómo los intereses de sus préstamos se multiplicaban. Las más de las veces los pagos anuales, efectuados con notables sacrificios por los deudores, no alcanzaban a cubrir ni siquiera el montante de los intereses. En 1996, por ejemplo, la deuda externa acumulada por Zambia duplicaba su P.N.B. Ese mismo año, el mundo en desarrollo debía al primer mundo globalmente el doble que diez años antes, y esto sólo en calidad de acumulación de intereses impagados.
Así las cosas, no es posible ignorar el funcionamiento interno por el que se rige la actividad del anteriormente mencionado Banco Mundial. Nacido, como el Fondo Monetario Internacional (F.M.I.), en julio de 1944 en Bretton Woods (EE.UU.), representó en su momento el deseo de diseñar las directrices económicas de un mundo que ya preveía la victoria en la Segunda Guerra Mundial, y anhelaba extender y globalizar su capitalismo a escala planetaria. No cabe duda de que sus objetivos están cerca de cumplirse, si es que no lo han hecho ya. A finales de 1991 la revista The Economist y el New York Times sacaron a la luz un memorándum interno del Banco Mundial según el cual esta institución debía estimular la instalación en el Tercer Mundo de las industrias más sucias, por varias razones: 1.-la misma lógica económica, que invita a alejar de la propia casa los residuos; 2.-los bajos niveles de contaminación de esos países, a causa, precisamente, de su menor densidad de población, y 3.-la escasa incidencia del cáncer sobre grupos de gente cuya esperanza de vida es de por sí pequeña. ¿Puede extrañar a alguien, pues, que el primer mundo necesite perpetuar el déficit poblacional del mundo en desarrollo? Es preciso señalar que, en las decisiones del F.M.I., los Estados Unidos cuentan con un 17’80 % de los votos, y el mundo desarrollado en conjunto (unos quince países, de un total de poco más de ciento setenta y cinco), el 55 %. Por supuesto, el porcentaje, en un sistema cuya base es el dinero, viene determinado por las aportaciones económicas al Fondo, lo que deja fuera de juego a los países menos desarrollados. Por ejemplo, el grupo formado por Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay, Perú y Uruguay no suma más del 2’15 % de los votos.

2.-El demógrafo Karl Zinsmeister ya demostró en 1994, en sendos artículos publicados por las revistas norteamericanas The National Interest y Population Research Institute Review, que el problema demográfico no existe en cuanto tal, sino como consecuencia de una injusta distribución de la riqueza. Una tesis parecida sostuvo el 18 de abril de 1994, en un discurso pronunciado en la sede de la O.N.U. en Nueva York, el Nobel Amartya Sen. Contra la muy pesimista predicción de Malthus, que veía imposible que el mundo alimentase a mucho más de los mil millones de habitantes de su tiempo, la realidad –afirma el profesor Sen- ha demostrado ser mucho más benigna: el contingente humano, en estos dos siglos, se ha multiplicado por seis, sin demérito de las expectativas y la calidad de vida. La misma División de la Población de la Naciones Unidas, organismo estadístico sin capacidad ejecutiva y por ello, hasta la fecha, libre de la infiltración estratégica de los países ricos, aseguró en 1994, en su documento anual “Perspectivas de la población mundial”, que el famoso “peligro demográfico” es cada vez menor, y que, por encima de pesimismos más o menos interesados, el crecimiento demográfico del planeta se está estabilizando. En 1960, la previsión mundial de población para el año 2000, era de casi 10.000 millones. A dos años del nuevo milenio, hay que revisar esa cifra notablemente a la baja. Y la razón, desde luego, no es la actividad antinatalista del F.P.N.U., sino la misma lógica demográfica, que determina que, a mayor nivel de vida, se corresponde un descenso en la cantidad del número de hijos por pareja.
Por otro lado, no conviene magnificar desmesuradamente la triste situación económica del mundo. Hace sólo treinta años, el 80 % de la población de los países en vías de desarrollo vivían bajo el triste umbral de las 2.000 calorías per cápita, y en esos mismos países sólo un 2 % superaba las 2.700. Hoy no llega al 8’5 % la cantidad de población en vías de desarrollo que no alcanza el umbral mínimo, y supera el 15 % la que sobrepasa el de las 2.700 calorías. En este tiempo, y mientras la población mundial se duplicaba, el suministro medio de calorías per cápita del planeta pasaba de 1.950 a 2.475. En la actualidad existe, por ejemplo, un 60 % más de cereales disponibles por persona que en 1960. La F.A.O., en 1994, determinó que, de 1950 hasta ese año, la producción mundial de cereales se había multiplicado por tres, mientras la población sólo se había duplicado. Y, en 1996, durante la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, este organismo internacional reveló que desde 1970 en los 55 países más pobres de la tierra la esperanza de vida se había disparado. En Tanzania, por ejemplo, ha pasado de los 41 a los 52 años; en Etiopía, de los 37 a los 47, y en Sudán, de los 40 a los 53. El catastrofismo, en todo caso, no es de hoy: ya en el siglo II después de Cristo, Tertuliano se quejaba de que el mundo no podía soportar más carga demográfica. De entonces ahora, algo ha llovido, y algo hemos avanzado. La realidad histórica demuestra que la capacidad de la técnica humana permite ampliar el ecúmene hasta límites insospechados. Roger Revelle, que fue director del Harvard Center for Population Studies, ha llegado a afirmar que las capacidades tecnológicas actuales, bien aplicadas, permitirían alimentar a 40.000 millones de personas en el mundo. Un buen ejemplo de esto es lo que se llamó la “revolución verde”, llevada a cabo por el doctor M.S. Swaminathan en la India a partir de un arroz de laboratorio, el I.R. 36, capaz de un rápido crecimiento y de una fuerte resistencia a las plagas y enfermedades, que permitió al país asiático, entre 1967 y 1987, multiplicar su producción de cereal por habitante en un período en que su población había crecido en 100 millones, e incluso acumular un stock de 50 millones de toneladas y convertirse, desde 1980, en país exportador. Por otra parte, la superficie cultivada es susceptible de aumentar: en China, por ejemplo, donde la política antinatalista se ha ejercido de la forma más brutal y donde su fracaso ha sido más evidente, la superficie apta para el cultivo de secano y no utilizada es de 2.500 millones de hectáreas, tres veces más que la que se dedica a la explotación. Lo mismo ocurre con el problema de la desertización. La F.A.O. ha prevenido frecuentemente contra la poca credibilidad de los mecanismos que se utilizan para evaluar la irrecuperabilidad de las tierras, y hay casos que desmienten muchas de estas clasificaciones, como el programa agrícola que devolvió la fertilidad a algunas zonas de Kenia, y que logró demostrar que una tierra clasificada como no restaurable puede dejar de serlo con sólo aplicar en ella la tecnología y los incentivos adecuados. Para qué hablar de las experiencias israelíes.
El problema, en cualquier caso, no es demográfico, sino de reparto. Aunque los países pobres son cada día, en efecto, menos pobres, los ricos son más ricos, de modo que las diferencias se acrecientan. En el año 1800, el P.N.B. por habitante era de 200 dólares entre los países del norte y de 206 en los del sur. En 1900, ya el norte dispone de 528 dólares de P.N.B. por habitante, y el sur sólo de 179. A la altura de 1987, la diferencia es escandalosa: el norte disfruta de un P.N.B. medio por habitante de 14.430 dólares, y el sur sólo de 700. No cabe la menor duda de que, objetivamente, el sur ha mejorado en este tiempo; pero la pobreza es tanto más evidente, y se hace más injusta, cuando se la coteja con el lujo. Baste señalar que los Estados Unidos, por sí solos, podrían alimentar adecuadamente a los casi 6.000 millones de habitantes que viven hoy sobre la Tierra (un solo niño norteamericano consume anualmente lo que 422 etíopes), y que sólo poniendo en juego un 10 % de los stocks del mundo desarrollado, podría acabarse con los problemas de malnutrición del Tercer Mundo. Cada occidental consume y, en consecuencia, ensucia cuatro veces más que cada habitante del Tercer Mundo. Es significativo que la riqueza de 225 personas en el mundo equivalga a la de la mitad de la Humanidad, y que las tres personas más ricas del mundo (entre ellas Bill Gates) superen en conjunto el presupuesto de los 48 países más pobres, según denunció en septiembre de 1998 el director regional del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo de América Latina y el Caribe, Alfonso Zumbado, en su Informe Anual de Desarrollo Humano. Mientras un 20 % de la población del Planeta vive aún por debajo de lo que se considera el umbral de la pobreza, el mundo rico se gasta anualmente en el cuidado y manutención de sus animales domésticos un montante de 17.000 millones de dólares, más otros 12.000 en perfumes y cosméticos. Claro que estas cifras cobran su verdadera dimensión cuando se sabe que serían suficientes 13.000 millones de dólares para lograr que todos los seres humanos tuvieran acceso a unos mínimos servicios de salud. Baste conocer, en suma, que el 40 % de la humanidad ha de valerse con tan sólo el 3’3 % de los recursos, mientras el 20 % del planeta consume el 82’7 % y, lo que es más escandaloso, produce simultáneamente el 80 % de la contaminación.
A este respecto, no deja de resultar curioso que sean precisamente los países industrializados –es decir: aquellos que contaminan en mayor medida- quienes abanderen el movimiento de la ecología como el nuevo dogma ético de la globalidad mundialista, conminando a los países del Tercer Mundo a conservar vírgenes sus bosques y selvas (los “pulmones del planeta”, les dicen) aunque ello les suponga a medio plazo el estancamiento económico. Curioso -y hasta cínico-, cuando comprobamos, como ha sucedido hace poco en la cumbre de Kioto, que el llamado “primer mundo” no está dispuesto a reducir su carrera hacia la opulencia ni siquiera ante la posibilidad más que probable de dejar la biosfera hecha unos zorros. Sin duda, es más fácil pedir al mendigo que limpie el basurero global mientras nosotros lo llenamos; en suma: que siga siendo pobre, para que podamos nosotros seguir siendo ricos. No podemos evadirnos de nuestra responsabilidad; y nótese que al utilizar la primera persona del plural incluyo en ese capítulo también a España, como parte del mundo rico. Debemos ser conscientes de que una parte –no me atrevo a asegurar que pequeña- de nuestra riqueza es espuria, sustraída al esfuerzo universal de la Humanidad gracias a una privilegiada –y no siempre honestamente conquistada- posición en la parrilla de salida.
Está claro que la solución no puede pasar por pedir a los países pobres que lo sigan siendo y abandonen sus expectativas de industrializarse, mientras el mundo “rico” continúa contaminando y disfrutando de los mismos niveles de producción y consumo que hasta ahora. La única solución ha de ser, fundamentalmente, asumir la interdependencia como un reto de futuro y como un compromiso moral, y no sólo como paisaje-escenario para el enriquecimiento rápido y para la explotación. El mundialismo económico, si es realmente inevitable, tendrá que reportar a sus promotores no sólo beneficios, sino también responsabilidades. Para ello, se haría preciso, como primera medida, que los países ricos asumieran su parte alícuota de sacrificio sin reservas, y cumplieran con las mismas normas de liberalización del mercado que han impuesto unilateralmente y que exigen a los pobres, en lugar de jugar al gato y al ratón con leyes vergonzantemente proteccionistas contra la competencia salarial del mundo en desarrollo. Y ello, no sólo por un elemental deber de justicia (se calcula que por cada dólar que el mundo desarrollado invierte en el Tercer Mundo, recupera cuatro), sino también –para el caso en que lo anterior no fuera suficiente, que tendría que serlo- como único modo verdaderamente eficaz de evitar el previsible big bang migratorio que se avecina y ya se apunta. El camino para ello, aunque suene a paradójico, pasa por la eliminación, o en su defecto por la ampliación, de las cuotas de inmigración en los países ricos y la desaparición de sus barreras aduaneras proteccionistas a las importaciones provenientes del mundo en vías de desarrollo. Sin olvidar la urgente condonación de al menos una parte de su deuda externa. Con ello, sin duda, se conseguiría a medio plazo una mínima descongestión demográfica y económica en esos lugares, permitiendo un correcto crecimiento económico como el que protagonizó Europa en su momento y, en un periodo más largo, seguramente una tendencia a un cierto grado de igualación en el nivel de vida de todos los habitantes del Planeta. A cambio, el primer mundo ganaría algunos siglos de paz. Claro, que tales medidas supondrían algunos notables sacrificios, tales como la inmediata caída de los salarios y la reducción en gran medida del bienestar individual y social, con la consiguiente pérdida de votos y de influencia de partidos políticos y sindicatos, cosa que, por otra parte, se me aparece precisamente como una de las causas de que sea hoy por hoy tan difícil poner en marcha un verdadero programa de estabilización económica mundial. Aunque hay otras, mucho más importantes y decisivas, y menos explicitables: el primer mundo, convencido en gran medida de su superioridad biológica como WASP (White, anglo-saxon and protestant), ha ido viendo cómo, en las últimas décadas, perdía puntos porcentuales en los patrones demográficos (mientras el total de los países “ricos” crecía, entre 1950 y 1990, de 832 millones a 1.207, los países “pobres” lo hacían de 1.684 a 4.086), lo que ofrece al Tercer Mundo unas posibilidades de futuro hasta ahora difícilmente alcanzables en el marco geopolítico y hace que el siglo XXI no sea, sin duda, el de la raza blanca: si en la O.N.U. los distintos países estuvieran representados democráticamente en función de su número de habitantes, los Estados Unidos contarían con cinco veces menos votos que la India, y con seis veces menos que China. Un hipotético –pero no imposible- cambio de reglas del juego político internacional supondría, pues, una verdadera revolución copernicana en el escenario geo-estratégico.
Lo cierto es que el mundo “rico” anhela mantener su status y su ritmo de vida sin perder, además, la hegemonía política. Por eso necesita detener con urgencia el crecimiento demográfico de los países en vías de desarrollo, y para ello trata de convencer a éstos de que su pobreza se debe a su exceso de población, mientras restringe las cuotas de inmigración y fortifica su proteccionismo. Es significativo, en este sentido, el formidable atasco en que los intereses egoístas de las superpotencias económicas tuvieron sumida a la llamada “Ronda de Uruguay”, desde 1986 y durante casi diez años, hasta la firma del G.A.T.T. Los países en desarrollo, por el contrario, alegan que su pobreza se debe a la carencia de medios para mejorar su productividad, y que tal carencia se hace insalvable ante su continua discriminación en los intercambios internacionales y las barreras aduaneras a sus productos en los países ricos. Señalemos al respecto que el precio de las materias primas –principal fuente de ingresos del Tercer Mundo- sigue una carrera “convenientemente” descendente en el mercado mundial, lo que resta a los países en vías de desarrollo la capacidad efectiva de acumular divisas. Crece así el déficit de su balanza de pagos corriente, que en 1991 era de 100.000 millones de dólares, y, con él, su deuda externa, arma fundamental que el mundo “rico” utiliza para su política antinatalista.
Lo que los países “pobres” piden no es otra cosa que juego limpio en las relaciones económicas internacionales. Y también que el Banco Mundial y el FMI dejen de condicionar sus créditos al cumplimiento de los programas demográficos del F.P.N.U. En lugar de eso, se les fuerza a un durísimo –yo diría que inhumano- corsé demográfico, mientras se palían sus hambrunas y sus crisis con bondadosos envíos de ayuda humanitaria, ciertamente útiles en primera instancia frente a la urgencia de la muerte, pero que, al final, sólo sirven para que los beneficiarios se acostumbren a depender del exterior y pierdan el interés por su propia producción, sometida a una competencia desleal desde el punto y hora en que el suministro humanitario es de carácter gratuito.
Lo que los países en desarrollo necesitan no es tanto una ayuda permanente, y menos aún una grosera e interesada presión sobre sus hábitos demográficos, sino tecnología y comercio, y sobre todo una válvula de escape para sus excedentes de población. Con razón, los países suramericanos supieron responder en El Cairo a las pretensiones de Estados Unidos, el Banco Mundial y el F.P.N.U., afirmando que el alarmismo apocalíptico de los países ricos sólo responde a una concepción pesimista de la existencia, que no acaba de comprender que el ser humano no sólo dispone de una boca para comer, sino de una mente para pensar y de unos brazos para trabajar. Yo añadiría que responde también a una inconfesada falta de fe en la capacidad de la civilización occidental para absorber, y occidentalizar también, los aportes culturales que recibe y que espera recibir. Claro que una sociedad que no confía en la capacidad de su propio bagaje espiritual para atraer y convencer al recién llegado, no merece sino desaparecer. Los españoles, y los mediterráneos en general, que sabemos algo de mestizaje biológico y cultural porque hemos sabido enriquecernos con él y también exportarlo a lo largo de la Historia, deberíamos ser un buen referente para atender a las nuevas necesidades a que obliga el fenómeno de la inmigración. Más aún: tendremos que serlo, de grado o por fuerza, pues nadie puede poner vallas al campo, y seguramente sea imposible frenar el curso natural de las pateras.
Aprendamos, pues, a manifestar sobre el recién llegado aquel proverbial sentido hispánico de la hospitalidad, y reforcemos, a la vez, los pilares sobre los que se asienta nuestra civilización, no sólo para no perderla en el marasmo étnico que se nos viene encima, sino porque seguramente descansen precisamente ahí los mecanismos del más hondo, eficaz e indoloro mestizaje. Por más que el ario se empeñe en ignorarlo.

Don Miguel Argaya

LA CRÍTICA DE LA RAZÓN IMPURA


Frente a los racionalistas, a los cuales aborrezco, no porque utilicen la razón, sino, precisamente, porque creen y afirman que así lo hacen, he descubierto que, en realidad, la razón es el parámetro menos exacto, menos puro, que puede servir de referencia para afirmar que algo es bueno o malo, blanco o negro o, simplemente, racional o irracional.
Porque, al fin y al cabo, ¿qué punto de referencia constante nos dibujan los racionalistas para acreditar que, desde aquél, se puede determinar que lo visto, oído u olfateado es ésto o aquéllo?
Analicemos:
El primer error sustancial es el hecho y fundamento mismo racionalista.
Si uno es librepensador, quiere decir que quiere y puede pensar libremente y, en consecuencia, según su criterio, puede llegar a determinadas y concretas conclusiones.
Pero ese criterio que, por arte de un sentimiento narcisista, deviene en crítica racional, en realidad no es más que una apreciación subjetiva de aquél que se considera un genio, en su eterno soliloquio, en muchos casos infundado.
Años y años de pensamiento racional, de librepensamiento, de pensamiento, supuestamente, democrático, y nadie ha caído en la cuenta de que la Revolución Francesa, lejos de ser un acto de liberación popular, lo único que supuso, sin ningún género de dudas, fue la creencia descabellada, incoherente, de que, sesgando cabezas, el “populacho”, como decían antes, el pueblo, como se dice ahora, alcanzaría el grado de liberación política, social y económica que, a la postre, sólo gozarían aquellos que la promovieron, pero que, en ningún caso, se atrevieron a salir a las calles…..por aquello de, emulando a un tal Pilatos, no mancharse las manos de sangre….ya sea inocente o no tanto.
Ante tal tesitura, y como por arte de una deducción filosófico-conceptual-hegeliana, surge un individuo que afirma, dada la palmaria realidad social y económica imperante, que sólo podía calificarse de fracaso, aunque, curiosamente, el que ahora voy a mentar, nunca tuvo la valentía de personificar en sus hermanos de “fraternidad”, que la historia es un constante devenir económico y que el individuo, el ser humano, más que protagonista de la misma, es el resultado de un proceso autodestructivo provocado por una minoría privilegiada frente a una inmensa mayoría de desposeídos.
El hecho objetivo, la explotación en masa, la minoría selecta de privilegiados, más que el resultado de una deducción lógica, en realidad era una realidad tan evidente que, hasta un idiota como Carlos Marx, no tuvo más remedio que afirmar.
Pero, claro, el problema radicaba en qué solución otorgar a semejante desaguisado que fue provocado, por cierto, por sus propios “correligionarios” y amigos, aunque, eso sí, algunos recién convertidos a lo que, pomposamente, se autodenominó socialismo.
Pero, ¿en qué consistía, exactamente, eso del socialismo?
Pues ni más ni menos que en una supuesta alteración, revolución llamaban ellos, del orden establecido, que otorgaría preeminencia a la inmensa masa de desposeídos frente a una minoría de privilegiados.
Dicho así, obviamente, resultaba hasta justo, el problema surgía cuando, una vez se alcanzaba la supuesta inversión de la tortilla, entonces, ¿qué?
La teoría de la “lucha de clases”, como se vio, no servía ya de justificación, luego no quedaba más remedio que crear un estatus político-administrativo como garante de una estabilidad económico-social.
Y así nace el Estado Socialista, que, más o menos, consistiría, más bien menos que más, en garantizar que el capital, lejos de estar en manos de unos pocos, pertenecería a todos…..claro que, a través del Estado.
O dicho de otro modo: El capital, lejos de ser un mero instrumento de producción, asumiría, al igual que en el capitalismo, el grado de protagonista, pero no necesariamente porque fuese un elemento relevante, que lo es, sino porque el titular deja de ser una persona física o jurídica mercantil para alcanzar el grado de entidad orgánico-administrativa que, por encima del bien y del mal, “tutelará” la vida de sus ciudadanos.
Al eliminarse, por decreto, la existencia de Dios, y siendo el capitalista objetivo derrotado, el Estado, como único dios verdadero, alcanza ya el grado de adoración incondicional, no en vano es el que, al menos teóricamente, garantizará el pan y el sustento.
Pero los nuevos racionalistas se olvidan que, pese a quién pese, y a pesar de la razón y sus supuestas buenas intenciones, la naturaleza humana deja mucho que desear y, si tal es la circunstancia, y teniendo en cuenta que Dios, por decreto, ya no existe, cualquier medida que erradique cierta tendencia al liberalismo burgués o, tal vez, a respirar fuera de onda, justifica, por si mismo, el hecho objetivo, y racional, pues, de la masacre, escalonada, eso sí, de unos, aproximadamente, cincuenta millones de individuos, hijos del Estado Soviético, pero, parece ser, genéticamente incompatibles con el nuevo dios, Mr. Stalin.
Y como la jugada resultó fructífera, pues a repetirla a lo largo y ancho del entorno de influencia, así Rumanía, Albania, Checoeslovaquia, Hungría…..que, con la ayuda del todopoderoso maestro, auxiliado, eso sí, por sus avanzados y avezados estudiantes y cachorros, tales como un tal Santiago Carrillo Solares, practicaron el tiro al blanco desde la ventana presidencial del palacio de invierno de un tal, por ejemplo, Mr. Chauchescu.
Y, así, por arte de magia, el librepensamiento se convierte en libertad de acción, en el sentido estalinista del término, se entiende, y, emulando a su eterno enemigo, pero no por ello menos admirado, Adolfito Hitler, crean un “gulag” en medio de la vieja Europa, aunque, eso sí, sin crematorios…..no vaya a derretirse el hielo.
En definitiva, que si echamos un vistazo a la reciente historia de la Humanidad, poco o nada de convincente tiene el resultado de la tesis librepensadora o racionalista.
Pero, en fin, parece ser que eso es lo que hay….o, al menos, eso dicen.
Lo extraño del caso es que, siendo todo tan simple, tan evidente, tan lógico, hoy, después de miles de años, aún sigamos creyendo en la pureza de la razón.
Yo sería partidario de aceptar tal axioma, siempre y cuando me presentasen a un individuo que tuviere sus facultades imperturbables y que gozase de un halo de verdad que justificase, por si mismo, la regla, comúnmente, excepcionada.
O dicho de otra manera: Si se presupone que todos somos seres racionales, seres, por lo tanto, autodefinibles, autogobernables y autodisciplinados, ¿qué sentido tiene la injusticia social y las sucesivas propuestas resolutivas frente a la misma?
O lo que es peor: ¿en qué o quién se puede confiar para garantizar el triunfo definitivo de la Verdad, con mayúsculas?
Si el librepensamiento nos impele a todos a valorar lo justo y lo injusto, lo cierto o incierto, en definitiva, la relatividad de la verdad, ¿qué sentido tiene aceptar unas reglas de juego que, en el fondo, sólo son el resultado de las circunstancias del momento o el fruto de una noche de insomnio, en el mejor de los casos?
Me temo, muy a mi pesar, y, seguro, al pesar de muchos otros, que la razón, lo que se dice la razón, es, precisamente, el criterio menos racional, menos acertado, que se puede argumentar como punto de partida.
Si el logro más sibilino del imperio de la razón es la afirmación de que todo es relativo, me temo, señores, que han perdido el tiempo, pues tal afirmación, en si misma, encierra una verdad incuestionable: que la razón es tan relativa como la misma propuesta racional de su supremacía.
O dicho de otra manera: que no tienen razón.
Así, pues, si todo es relativo, nada es, pues, cierto, y si nada es cierto, nada es Verdad.
Por lo tanto, lo que hoy nos seduce es, ciertamente, mentira, pura y sencillamente, porque mañana, casi seguro, no será verdad.
Y dicho lo anterior, sólo nos queda una conclusión y es que, por mucho que se empeñen, tanto unos como otros, tanto otros como unos, lo cierto es que, después de tantos siglos, no me han llegado a convencer de que lo bueno es malo o de que lo malo es bueno, a salvo porque me interese que así lo sea; es decir: según nos convenga, con lo que al final podremos afirmar, sin ningún género de dudas, que todos, tanto unos como otros, tanto otros como unos, mienten.
Y si mienten, ¿para qué han muerto tantos seres humanos?
La verdad, la pura Verdad, es que han muerto por una Gran Mentira.

Francisco Pena

jueves, 29 de mayo de 2008

A/A del Ministerio Público

http://www.lavozdegalicia.es/galicia/2008/05/29/0003_6859525.htm

Para facilitarle la labor: Capítulo VII, del Título XIX, del Libro II, del vigente Código Penal.

Rogaría celeridad, pues están "jugando" con el pan de nuestros hijos......y, sinceramente, duele.

Gracias anticipadas.

Francisco Pena

En estado de gravidez














Vaya mi enhorabuena a la Sra. Ministra de Defensa, Doña Carmen Chacón, y, por supuesto, a su esposo, por la venida al mundo de su retoño, fruto, sin duda, de su apasionado amor.
Tanto o más apasionado que el que el Sr. Rodríguez Zapatero le manifestó al nombrarle Ministra de un ramo del que, parece ser, tiene una notable experiencia, tal y como evidenció, incluso, cuando se encontraba en avanzado estado de gestación.
Parece ser que la preñez de la Sra. Ministra no fue obstáculo para su nombramiento, porque, al fin y al cabo, el estado de gravidez no es una enfermedad, con lo cual, siendo previsible su baja maternal, resulta, a la postre, que para el Sr. Presidente del Gobierno y para el Ministerio del Defensa, su titular deviene prescindible.
En definitiva, Sra. Ministra, que aunque no vuelva, seguro que no pasa nada.
Y, además, le agradezco personalmente que, habiendo acudido a parir a una prestigiosa clínica privada (muy propio del talante socialista y burgués), nos haya ahorrado a los contribuyentes un, seguro, buen puñado de euros.

Francisco Pena

“SET POINT”


Lanzado el órdago, corresponde a la “clase política” española estar a la altura de las circunstancias y sortear el envite sedicioso con presteza y autoridad.
En caso contrario, sólo nos quedará esperar el momento del “match ball” definitivo.
Aunque dudo que los políticos españoles tengan arrestos suficientes ….. la esperanza, según dicen, es lo último que se pierde.

Francisco Pena

miércoles, 28 de mayo de 2008

LAS "VIRTUDES" DEL ISLAM



Visto lo visto, resulta comprensible la buena salud de las estrechas relaciones existentes entre la comunidad musulmana y el gobierno socialista.

Al fin y al cabo, ninguno de los dos son confesionalmente cristianos.

Francisco Pena

¿QUIÉNES SON LOS RESPONSABLES?














Todos somos, ciertamente, responsables.
Unos, por callar.....
Otros, por cerrar los ojos.....
Y yo, como la mayoría, por no actuar....

Que Dios nos de fuerzas para rebelarnos y procurar la conquista de un Nuevo Orden, político y económico, en el que nadie tenga que volver a soportar que un inocente, sea cual sea su condición, nacido o no, muera a manos de nuestro egoísmo.

Francisco Pena

sábado, 24 de mayo de 2008

¿REGENERACIÓN O REVOLUCIÓN?

Desde hace algunos meses, retumba en nuestros sufridos tímpanos el eco voluntarioso de un término, hasta ahora poco usual, pero que, en su día, muchos años ha, era patrimonio de la vieja escuela política nacional.
La llamada a la “regeneración democrática”, de la cual se ha hecho eco y patria, entre otros, Doña Rosa Díez, se abre, cada día, un hueco en nuestra, a pesar de lo que digan, poco abierta sociedad.
Dicen los entendidos, que de esto, parece ser, saben mucho, que lo que implica tal término, “regeneración”, es la reconquista de aquellos valores y principios que, habiéndose consagrado en la, todavía, vigente Constitución, lo cierto es que nadie se ha parado a releerlos, aunque sí a requerir, insistentemente, su reforma.
En definitiva, se trataría de “reconstituir” el viejo orden constitucional, aunque profundizando en sus raíces democráticas.
Haciendo, no obstante, un análisis muy somero de tal pretensión, no se me escapa que lo que, en el fondo, nos están insinuando, aunque subliminalmente, es que el Estado de Derecho hace aguas por todas partes.
El Estado, en definitiva, ha perdido la justificación de su génesis, al no poder ya alcanzar el fin mismo que lo justifica.
Y en este estado de las cosas, se propone, como dije, un viejo concepto que, tal vez, refleje más una buena intención que un práctico resultado.
Es muy difícil que desde dentro del Sistema, desde el interior de la vorágine, alguien, por muy preclaro que sea o autoproclame, pueda ver o, incluso, diagnosticar el mal y, lo más difícil, pero no menos importante, su solución o tratamiento.
Decía Samuel Johnson que el conocimiento era como el fuego, pues debería ser encendido por algún agente externo, para luego propagarse por él mismo.
Es por ello, que, como dije, es muy difícil que, desde dentro del mismo Sistema, pueda realizarse un análisis, no ya objetivo, sino acertado de la realidad política y social en la que nos encontramos.
Ni se puede, ni se debe, pensar en pequeño.
España tiene un problema, pero, en mayor o menor medida, es el mismo problema que tiene nuestra Civilización, la que unos afirman conocer, y otros, la mayoría, pretenden destruir.
Los que afirman que la conocen, simplemente la falsean, porque definen una civilización que es ajena a lo que en su origen fue concebida.
Y si no la conocen, difícil es que puedan realizar un análisis certero del problema, cuando no su potencial solución.
Si a ello unimos el hecho de que la mayoría de los que la analizan y le otorgan calificativos, en realidad, lo que pretenden es destruirla, al final llegaremos a la eterna conclusión de que el fin, su fin, ya se atisba por el horizonte.
Los que proponen la teoría de la “regeneración”, sin negar su, tal vez, buena intención, ignoran que volver a la génesis del sistema, no resuelve el problema, porque el sistema, en si y por si mismo, es el problema.
Sólo, pues, desde una perspectiva ajena al sistema se puede observar objetivamente el problema y otorgarle la solución conveniente.
El fin, tal es el perseguido por los bien intencionados, como por aquéllos que entienden que esto está avocado a su desaparición, debe ser la búsqueda de la Justicia en sí misma, entendiendo por tal, no sólo un sistema político participativo, sino un sistema económico diferente a los dos precedentes, claramente injustos.
Porque si no conjugamos ambos factores, político y económico, y desde una perspectiva alejada del actual sistema, separadamente nunca podrán obtener éxito alguno, porque, no nos engañemos, ambos son, plenamente complementarios y necesarios.
Si buscáramos un símil, tal vez es el que más se acercaría a lo que pretendo transmitir, es el relativo a la Resurrección.
Para los que somos creyentes, y tenemos algo de idea de teología, existe una sutil, aunque clara diferencia entre la resurrección y la Resurrección.
O dicho de un modo más límpido: mientras que, según los Evangelios, la resurrección de Lázaro fue una vuelta a la vida, a esta vida, por el contrario, la Resurrección de “El Cristo” supuso abrir un horizonte más allá de nuestra realidad.
En definitiva, que traspasó la barrera de lo material para mostrarnos, y tal vez lo más importante, una nueva realidad eterna.
Para los que no sean creyentes, todo esto les puede sonar a chino, pero, tal vez, no llegue a aburrirles tanto si trasladando dicho símil les defino, según mi modesto saber y entender, qué supondría de diferencia entre una propuesta regeneracionista, ciertamente, loable, al menos por su intención, y una propuesta revolucionaria.
La regeneración política pretende reiniciar un camino ya andado, aunque procurando no caer en los mismos errores que nos han llevado a la presente situación política, social y económica.
Ciertamente loable, repito, pero insuficiente.
Es necesario, por el contrario, traspasar los límites de lo políticamente correcto, entendiendo por tal, lo que se supone que dice la Constitución, proponiendo con valentía y sin ningún pudor, una interpretación más certera y “progresista”, entendiendo este último término, no como se entiende vulgarmente hoy en día, sino como un salto hacia un auténtico progreso, libre de cualquier atadura preconcebida o pre constituida.
Se trataría, en definitiva, más que en reformar el texto constitucional, otorgarle un espíritu más libre, de tal forma que cualquier aserto consagrado en nuestra Carta Magna pudiese ser interpretado desde una óptica más positiva y revolucionaria.
Sólo existe un problema.
Sólo se me plantea una duda.
¿Hasta qué punto los que proponen una “regeneración” democrática gozan de un espíritu valiente y osado como para traspasar el umbral de lo políticamente correcto, con el fin de garantizarle al pueblo, a los ciudadanos, una futura y nueva realidad que no necesariamente deba retomar los mismos errores, consecuencia ineludible de los males endémicos de nuestra clase política?.
Si son, somos, capaces de despojarnos de ese lastre, no me cabe la menor duda de que el futuro puede depararnos una nueva, pero ya definitiva y, sobre todo, positiva, Revolución.

Francisco Pena